viernes. 22.11.2024

Cual lacayo, la prosa ha de deambular junto a la cabalgadura del escritor. Sin servilismo, con la exigencia propia del que ha de caminar con precisión hacia un final. El viaje, a ese ritmo, con ese cadencia lenta y respetuosa, ha de proseguirlo el lector hasta que su imaginación alcance matices siquiera intuidos por el autor. El círculo es necesariamente vicioso, ha de incluir autocomplacencia en cada hallazgo.

Caras en rojo serigrafía al azúcar. Ambel.

            Como la cerámica, tras requiebros insólitos, lo escrito incorpora huellas, incisos -hendidura hecha mediante cortes en la superficie-  y sitúa mojones, se eleva en cumbres de prodigio y recae en vicios rutinarios, en excesos, en el vislumbre de horizontes innecesarios. Sustantivos combinados con adjetivos intercambiables proponen soluciones geniales o absurdas, brillan y se corrompen. Las metáforas no son siempre comprendidas ni serían asumibles por el relator. Por añadidura, la versión experimental del que lee es transgresora: adapta, interpreta, traduce para su capacidad, excluye lo ignorado, reclama actitudes nunca propuestas, admite matices insólitos y se deja embaucar por nuevas musas y por bifurcaciones insospechadas. Los alcances del texto son limitados, la infinitud es posible. Leer es un vicio, supone discernir entre paja y polvo, y disfrutar al fin.

            La proliferación de incisos eleva a Barroco la calma de lo claro, llano y pura. Pero el arte es exigente, reclama novedades profusas, alude con sus requerimientos a lo que los gallegos llamamos, en el hablar coloquial, reviravolta, demanda renovación y se deja interpretar en vanguardia, elude el estatismo. Y es que lo profuso e interminable ha de desembocar cual río en el océano de la expresividad. El placer ha de obtenerse en el pescar o en el nadar o, en el más sutil, en el sobrenadar. En todo caso ha de derramarse en el lago del provecho por el simple placer de acceder a lo bello o de, cuando menos, ya que de un viaje se habla, al saber otearlo con frescura. Interpretar es ineludible, aprecir es necesario, dejarse llevar es posible si sabemos lo qué queremos alcanzar, dispuestos a la sorpresas, a los meandros, a la renuncia, a reconocer que tampoco sabíamos, con la humildad de los filósofos clásicos.

            Deletrear, silabear, pronunciar con requiebros o sin ellos, ha de suponer una odisea, un periplo, una traslación, la eventualidad de aquello que nos hace felices siquiera por un instante. La posibilidad de releer, de retornar, es esperanza, la contingencia del reingreso en un paraíso del que solo nos separa el alcance de un anaquel, quizás de un mapa delimitado por una cultura que admite desportillados. Hay que dejar pues que el trigo crezca en las fronteras, como propuso el poeta Carlos Oroza, permitir que se anulen los límites artificiales.

            Me gustaría haber escrito todo lo que he leído. Disfrutaría con solo poder asimilarlo, no me conformo con el recuerdo, ni con la reinterpretación, tampoco demando excesos. Sé que, cuando leemos, buscamos el sentido del mundo, completar una torre de naipes, forzando el encaje, el equilibrio, aceptando que habrá de desmoronarse. Tratamos de hallar la fórmula secreta, las razones del Ser y del Estar, el por qué de las cosas y de nosotros mismos. La felicidad acontece con improbabilidad de permanencia, lo sabemos.

            La memoria y la desmemoria son el gran juego de eternidad. El ser lee y olvida, retorna a leer y entonces vuelve a contemplar lo que ya conoce, reingresa a pensar lo que ha de tornar a desmemoriar. Es hermoso el círculo de nadas, el redescubrimiento, la germinación del olvido, el hilvanar con una evocación mínima un relato. Desde las nubes, la lluvia se restituye en río, en agua viajera que ya nunca será la misma. De manera igual, la memoria retorna al libro que ya nunca será el que fue. Hay algo paralelo con la Historia, quizás sean los universos paralelos, el hilvanar de nuevas inquietudes no confesables pero vivas en potencia.

            Al escribir o al leer acentuamos la prospección de agudezas. Con ellas queremos reducir nuestro mundo pieza a pieza para volver a recomponerlo con antojo, a barajarlo con intención egocéntrica. Partiendo de una porción de la autenticidad anexionamos fragmentos de un colosal rompecabezas global de intereses impredecibles. Lo inédito será valioso sí lo discernimos. Lo imprevisto, acaece. Mas seremos ceniza.

            Cual guzmán, quiero cabalgar de nuevo a la par de Cervantes, con él alcanzaré al Quijote, disfrutaré cual Sancho, sabré de La Mancha, disfrutaré los alcances del texto. No sé si estoy loco o cuerdo, sí respondo de mi amor por los libros en un viaje que comenzó en un lugar de cuyo nombre no puedo acordarme. Y así deseo imbuirme de todas las culturas desde la comprensión del otro, como lacayo fiel y curioso, servil y encariñado si se quiere. Cada vida es legible desde una emoción reversible o no, subjetiva. Las circunstancias ya no son las que eran. Vale.

Alberto Barciela

Periodista

La proliferación de los incisos