No hay nadie. Comienzan a brillar por el cielo las ristras de satélites de Musk o de Xi Jinping que mantienen el ruido y la furia del mundo, la estela de algún avión de Ryanair que atravesará luego el Atlántico por un módico precio, el silbido de los primeros zorzales que vuelven de Siberia y vuelan hacia el sur y el trompeteo de los ánsares caretos que hibernan en los barbechos junto al río.
Aquí no hay nadie. Huyeron todos. Murió el disputado voto del señor Cayo y los últimos ancianos resistentes se fueron a la capital cuando acabaron de perder la memoria y sus nietos pudieron vender el tractor fosilizado en el corral y los trozos de páramo donde nacía antes buen cereal y malas lentejas, lebratos invisibles y codornices veraniegas. Hasta que llegaste tú, que te negaste a vender y que volviste.
Las aves migratorias se preparan. Se vuelven obesas para aguantar el invierno. Se atiborran de higos y uvas, semillas e insectos antes de que lleguen las heladas. Bajo la piel de sus pechugas, el estómago y la espalda se acumula una buena capa de grasa, y también en el hígado. Descubrieron estas gorduras tus antepasados y gracias a esos milagros de los metabolismos salvajes y la tradición culinaria que te enseñó tu abuela,
guardas en la despensa confits y rillettes, grasa de pato y conservas de foie por si llega mañana o pasado mañana el apocalipsis, el colapso, el fin de los tiempos, la segura y definitiva crisis climática que derrita los polos y convierta por fin esta estepa en un nuevo mar de Tēthýs o tal vez en una isla deserta con dos náufragos perplejos y glotones. Tú y yo.
Me llamaste y me invitaste a cenar: “tengo níscalos y foie asado, huevos fritos y pan tostado”. También acabó por decidirme la promesa de cierto Cariñena que aún recordaba. Me hice los trescientos kilómetros recordando tu olor. Me invitaste a ver tu nueva casa, a conocer aquel pueblo donde ya no vivía nadie. Y luego a dormir. Los romanos cebaban las aves con higos, después el maíz colombino sustituyó los antiguos engordes. “Solo por ese foie me hice afrancesada, también por esas tres palabras malsonantes, libertad, igualdad, fraternidad, por el pecho desnudo de la chica de
Delacroix, por Baudelaire y por Dumas, por su orgullo y su arrogancia culinaria, sus Burdeos oscuros, sus ostras de Normandía y algunas joyas más que ya te iré nombrando cuando se vaya la luz de esta tarde de lluvia”. Eso me dijiste entonces y yo suelo repetirlo como si fuera mío.
Pero cómo no ir a vivir allí, en medio de la estepa y la nada y reconstruir el horno de pan, el pajar de atrás, la ermita con virgen negra, el balcón que da a la solana donde secamos los higos, la chimenea grande de la cocina, el lagar romano, la cama de madera de raíz castaño donde han debido de nacer diez generaciones y de morir doce sabios o trece, los cercados y refugios donde ahora engordas a los patos y este techo en el que cada teja ha servido para proteger el hogar desde los tiempos de Teudis o Luiva o quién sabe. Cómo no ir a estar contigo y reconstruir un rincón de esta España delmolinonamente vacía y desafiar al cemento y al asfalto. Despertarme por la noche cuando el viento helador estremece la casa y sentirme abrigado por tu abrazo en mi espalda. Pasear por el páramo pisando la escarcha. Bañarnos en el río el primer día de abril y repetir de cuando en cuando la cena de aquel día, un hígado entero de pato que
abriste en dos y asaste sobre la chimenea en una parrilla que debió ser fenicia cuando nueva. Luego rociaste la víscera tostada al oro viejo con una lluvia de flor de sal de Mallorca y fuiste cortando bocados gruesos de foie que me servías sobre el pan recién tostado. Alternábamos aquello con el pringue anaranjado de los huevos y unos buenos tragos de ese tinto aragonés que predispone la piel a cualquier riesgo, deseo o agonía.
Tal vez ya no haya nadie allá lejos, en todas esas ciudades que abandoné para siempre, que se haya acabado por fin el mundo, aunque me temo que aún queda alguno porque cada semana llega la furgoneta a recoger tus conservas de foie micuit, de rillettes y confits. Algunos glotones felices deben de quedar por allí, en los confines urbanícolas. dices, “los demás no me importan, creen que el mundo sigue cabalgando encima de la flecha del progreso, que mañana podrán meter su alma consciente en un ordenador y vivir para siempre, que colonizarán Marte y plantarán allí achicorias y
lirios. Aún no se han dado cuenta que eso no vale”. y yo repito aquí tus palabras como si fueran mías.
Nosotros, por fortuna, pertenecemos a aquella estirpe que nombró una vez nuestro amigo Manu Lequineche, al raro club de “los faltos de cariño”. Por eso nos buscamos aquí, en medio del páramo desierto y en este pueblo que hoy tiene de nuevo habitantes, por eso hemos reconstruido esta civilización antigua, rara, casi extinta, la de aquellos que saben hacer fiesta sin más gastos que dos cuerpos desnudos, unos vasos de vino, carne y pan, higos y fuego, trabajo y silencio, viento y río. La de aquellos que han vuelto a los pueblos abandonados para saborear el tiempo, para olerlo. Para mí tiene tu olor, que es el olor del universo cuando todo era bueno, mucho antes de
Adán y de Eva, del Sputnik y el Mac, del bigbang y de dios. El olor de aquel día, el primero del mundo, tras aquella cena con foie, pan, huevos y vino, antes de amanecer, cuando me desperté en aquel camastrón centenario y tú estabas allí.
por Ramón J Soria Breña
Antropólogo y Escritor