viernes. 22.11.2024

            La desaparición es la del paisaje, la del entorno, la de las cosas. Es cierto, los humanos extraviamos los recuerdos tangibles de la infancia, recrecidos hasta hacerse comunidad, una civilización necesariamente evolutiva: tribal, relacional, social. La lava se regodea con su propia amenaza hasta alcanzar la plenitud de la transformación total, tras desbaratar la calma, la serenidad. Todo eso se ha derrumbado con cada casa, también en el caer de una simbólica torre de una iglesia, en la desaparición del cementerio bajo un manto de ceniza. Las pías campanas han sonado por última vez junto al estrépito de creencias en dioses que afortunadamente ya no exigen sacrificios humanos, pero que no se han mostra indulgentes, al menos en esta ocasión.

            La Palma es más que una metáfora, sigue siendo un símbolo del paraíso habitable, del vergel escalonado, serpenteante. No es extraño pensar que un día los humanos optasen por asentarse sobre la generosidad de tierras intranquilas pero fértiles, a la orilla de mares generosos, dispuestos a contemplar paisajes  extraordinarios, a disfrutar de un clima dulce, en recodos propicios a la  privacidad y a la convivencia. Nadie pensó que Cumbre Vieja podía confirmar que su generosidad tendría fecha de caducidad, que las materias fundidas e incandescentes que podría arrojar un volcán establecerían un límite para los logros de esfuerzos individuales y colectivos de décadas, a lo conseguido por seres humanos que ahora, de manera inexorable se ven obligados a alejarse de su hábitat.

           Mientras humean nuestros corazones y crepitan los sentimientos, es hora de reconocer ya el ejemplar comportamiento de los profesionales. Su ejemplo nos permiten retener la confianza de que detrás de cada catástrofe se encuentra la capacidad  humana, el ejemplo solidario de fuerzas de seguridad: policías, Guardia Civil, Ejército; sanitarios, miembros de Protección Civil, Cruz Roja u otras ONG, religiosos, cocineros, transportistas, comunicadores, informáticos, voluntarios e, incluso, de unos políticos que, tras La Palma, saben fehacientemente que es imprescindible pisar sobre el terreno, palpiltar con el pueblo, y que el consenso debería ser posible y exigible de manera permanente.

           En el exigente mundo global todavía se alzan abundantes inepcias, inopias e idiocias, pero por fortuna se imponen las actitudes ejemplares, aquellas en las que resuenan humildades fraternas. En esto reside nuestra esperanza como civilización.  Somos humanos. Necesitamos las fotos de nuestros niños, el abrazo de los vecinos, la atención a la experiencia de nuestros mayores, sensibilidad y comprensión con los débiles. Los habitantes de La Palma pueden necesitar muchas cosas: casas, ordenadores, colchones, cuadros, fotografías, animales domésticos, cultivos... Todo eso se ha de reponer, pero es seguro que lo que más demandan es afecto, cariño, entendimiento. Lo deben tener, y les llega de la mano del Padre Ángel, del cocinero José Andrés y de otros muchos famosos y anónimos, eso importa tanto como la perdurabilidad de las atenciones. Todo hasta encontrar una nueva normalidad.

           Horacio nos alentó a recordar que en los momentos graves se necesita una mente serena. En este mundo global y precipitado, la historia se presenta de manera creciente como una carrera entre la educación, la investigación y la respuesta a la catástrofe. Los científicos y expertos nos advierten y alertan, proponen remedios y soluciones, nos hablan de modo racional de lo evitable y de lo inapelable. No siempre les escuchamos ni les proporcionamos recursos suficientes para realizar su labor. Mis admirados amigos, el lucense David Calvo, vulcanólogo de experiencia mundial, y Ciprián Rivas, el rianxeiro que dirige el Turismo de Canarias, la comunicadora Anuska Simón, directora de Antena de Televisión Canaria,  y todos sus compañeros saben mejor que nadie que su esfuerzo de años les ha permitido salvar miles de vidas, comunicar al mundo una verdad incuestionable y cruel, y que todo ello les ayudará a recuperar la economía y la convivencia cuanto antes. No es un milagro, son su conocimiento, sus trabajo, sus esfuerzo, su seriedad y su compromiso. Hoy ellos resultan un paradigma de lo eficaz, del buen hacer, de la comprensión recíproca del otro. Imitémosles.

            Dicen que después de una catástrofe llega un momento en que uno se encuentra solo, terriblemente sólo, y quizás esa sea la mayor desgracia. Es necesario permanecer atentos y  unidos. Todo el cariño que les ofrezcamos a los canarios nos ha de reafirmar como lo que somos: seres humanos.

Alberto Barciela

Periodista

La Palma, el renacer del Humanismo