Todas los indicios conducen a la guerra. Es lo que conlleva un mundo construido sobre mentiras, por poderes evidentes u ocultos, corruptos y mafiosos, económicos y políticos, en todo caso avariciosos, usureros. Entre los perversos, los unos aparentan estar contra los otros o al servicio de los otros o compinchados con los otros. Creemos saber, pero desconocemos incluso el alcance de lo que desconocemos, inmersos en un indeterminado número de informaciones múltiples, casi infinitas, tergiversadas, casi siempre interesadas. Nos educan para la producción y el consumo, como esclavos de un sistema que avalamos mediante el voto y que nos utiliza.
En lo aparente, en la vida mandan aquellos que ganan, sea cual fuere el precio. Obvian que en plena celebración de sus triunfos muchos son los se han atragantan por el egoísmo. En la Historia, grande o pequeña, las horas dulces han sido exiguas, ahora exigen más sangre, más sudor y más lágrimas. En el presente se olvidan las conquistas, se amplían las hambres, se ensanchan las tumbas.
A los derrotados, al pueblo sencillo, no se le reconoce cuando gana. No aparece ni en los museos ni en los honores, cede sus nombres individuales o colectivos para las lápidas o los memoriales, acepta medallas sin pensión, nada más. Las llamas perpetuas cenizan a los cuerpos inertes y a los hallazgos para el bien común. ¡Vaya mérito el del soldado desconocido! Yo lo cantó Borges: “Un pueblo del interior fue su tierra,/no conviene que se sepa que muere gente en la guerra”. En el momento de esa composición los jóvenes argentinos e ingleses anónimos caían como chinches en las Malvinas. Casi nadie, salvo sus familias y amigos, los recuerda.
En el haber de las guerras, soterradas o físicas, se reflejan inventos -sistema Braille, internet, etc.-, avances muy útiles y eficaces, incluso de orden sanitario, también algunas de las mayores fortunas dinerarias del mundo y puestos de trabajo. Por contra, en el debe, destacan miserias, hambrunas, enfermedades, desaparición de civilizaciones y culturas, la muerte de millones de seres humanos inocentes, destrucción de riqueza, de paisajes, etc. Es evidente que todos hemos sido derrotados por ese fiel de la balanza, todos sin exclusiones acabamos derrotados: poderosos y humildes, mandos y soldados, guapos y feos, ancianos y niños, mujeres y hombres, sabios y analfabetos. El mal y la desesperanza han ganado sus batallas más crueles entre bombas y trincheras. Incluso “se ha muerto el General”, como poetizó Alberti.
La guerra sí es inclusiva. No hay justificación ni existe consuelo posible. En ella no se evidencia belleza real alguna, ni de género, ni de número, ni de resultados, como no la hay en la cobardía. En el conflicto hay equívocos reflejos de algo que se puede asemejar a lo sublime. Existen destellos de valor, estrategia, juego, negociación, orden, respeto, equilibrio, inspiración -arte, documentales, cine, teatro…-, precisamente en todo aquello que nos podría servir para entender que hay que alejarse del conflicto. Tras la batalla, en su escenario, fuere el que fuere, no aparece atractivo ni perfección ni aspiración racional alguna que pueda justificar tanto desastre.
Mañana, en Ucrania o en Yemen, habrá otros muertos que tampoco serán incumbencia de nadie. Las responsabilidades volverán a diluirse. En cada confrontación, con cada víctima fracasaremos un poco todos los humanos racionales. Con cada fallecido moriremos un poco todos, con cada herido, sufriremos. Lo estaremos haciendo en favor de intereses espurios que nunca entenderemos. La factura la pagaremos en la conciencia colectiva si la tenemos, pero también en el recibo del gas o de la gasolina o de la electricidad o de los alimentos. Antes ya sufragamos Vietnam, Afganistán, la destrucción de Líbano -la Suiza de Oriente Próximo, Libia, Siria, o tantas otras barbaridades.
No necesitamos ni a chinos ni a putines enfrentados, ni a cualesquier otros. Necesitamos la paz y la salud, sentido común, respeto por el otro, solidaridad con los países más débiles. Eso dice el manual de corrección de la derrota vital que nos atenaza. El rumbo no debería desviarse de la trayectoria que determina el sentido común. Mas hoy “huele a pólvora”, como proclamó Octavio Paz. El hedor es nauseabundo y no parece haber mascarilla ni vacuna que lo evite.
Alberto Barciela
Periodista