Se dice que el foie gras es uno de los productos míticos de los gourmands, junto al caviar, las angulas, el jamón ibérico y la trufa blanca. Y a fe que es codiciado por su intenso sabor, su trazabilidad rara y la indómita voluntad de los productores frente a modas y tiranías bienpensantes.
¿Siempre fue así?. Desde luego si uno repasa los menús de la aristocracia pudiente de nuestro país, en los tiempos en que los ricos eran orondos y no sabían lo que era una maratón que no fuera la de la Grecia clásica, el foie gras ocupaba lugar privilegiado. Todo en un ambiente marcado por la entronización de la comida francesa.
Así, no era raro encontrarse con menús en lengua gala de arriba abajo. Así, se puede leer la cena de gala del Gran Casino de Madrid el 1 de septiembre de 1903, cocinada por Gastón, donde se sirven el potage, relevé, poisson, legume y rôti, y como entrée unas coquilles de foie gras en Bellevue. O el banquete en honor del Archiduque Carlos que ofreció la Reina Regente en 1888 y donde la estrella cuentan fueron unos escalopes de foie gras a la bohemienne.
Mundos que quedan en la nostalgia por elegancia, toques decadentes hoy con nuestra mirada pero donde frente a las difíciles circunstancias de una nación tras el 98, y con grandes dosis de analfabetismo y dificultades de subsistencia, la magia de la cocina francesa adquiere notas legendarias.
Un aspic de foie gras colocada en una gran mesa, y en vajilla de plata, en algún caso con las ramas de alguna orden, da motivo para la literatura y las conjuras chestertonianas.
Precisamente en ese año fatídico de la pérdida de Cuba y Filipinas, el 23 de enero, en el Palacio Real se sirvió cena con supremas de foie gras au Johannisberg. Asistieron Ministros, caballeros del Toisón, Prelados, Presidentes de los Altos tribunales, y todo tipo de autoridades… Eso sí, al foie, con un detalle castizo, le siguieron ¡¡¡asperges d´Aranjuez¡¡¡
Una España de primeros del XX con todos los conflictos abiertos y de negro horizonte pero que tenía el foie gras como objeto de deseo.
Es célebre del anuncio de inicios de 1918, donde una oca con una corona decía “Con alegría muero por el Foie gras Siberia”, la marca por excelencia de la época con una calidad insólita para las industrializadas y vulgares que hemos conocido en la últimas décadas y cuyo nombre preferimos omitir.
Por aquella época los emergentes negocios de ultramarinos, como el mítico de Agustín Piñero, con sede en la madrileña calle Arenal ( y sucursales en Paseo de Recoletos y Génova) ofrecían como delicatesen las tarrinas de foie gras, anunciando incluso el día como gran primicia en que estarían disponibles. Y como detalle comercial, se ofrecía a los señores que gusten favorecer esos establecimientos ser servidos con gran puntualidad…Los diarios como El Imparcial, El Heraldo de Madrid, o el fugaz La
Monarquía, anunciaban regalos de navidad entre los que destacaba con fuerza el foie gras.
El foie como ilusión, como signo de identidad de una cocina francesa a la que venerar. Nunca desparecerá la estela de un producto que encierra tanto simbolismo para vestir una mesa o justificar un ágape.
Porque además entronca y sirve de tributo a uno de los imaginarios más refinados como es el campo galo. Las explotaciones agropecuarias de nuestros vecinos motivan numerosos viajes reales o soñados.
De aquellas cenas de rigodón queda la memoria, y hoy la gastronomía sufre los avatares de productos que aparecen y desaparecen por modas y la tiranía de lo llamado saludable.
El foie en el desarrollismo y en la transición se convirtió en “fuagrás”, conviviendo con una tendencia snob de consumir buen hígado de pato fresco como signo de distinción para los burgueses de nuevo cuño justo cuando despegó nuestra cocina en los dorados 80.
Hoy vivimos tiempos de equilibrio, y el foie está donde debe estar, a pesar de la desconfianza ignorante respecto a la gran cocina afrancesada. Aunque esa manía de laminar y de vestir platos para incautos no sea lo más relevante ni sabroso.
Cenas de gala, ocasión para disfrutar de ese enorme paté de foie gras de Strasbourg en forma de baluarte, del que pontificó Brillat-Savarin como ejemplo de refinamiento.
Foie gras que estaba en el interminable elenco de platos de la fabulosa cena de 145 platos en un Hotel neoyorquino en 1867. Y por supuesto en la gran agenda de amores perdidos detrás de algún recuerdo en París.
por Andrés Sánchez Magro
Gastrónomo, editor de El Gatogourmet