jueves. 21.11.2024

RELATOS: Estado vegetativo

"(...) Pasaron los años y Teresa seguía viva. Su madre quiso que fuera lo más autónoma posible. Podía llevarla en coche, pero prefirió que se valiese por sí misma. Le dio el número de teléfono de una parada de taxis para que ella pidiese uno antes de salir a la calle; su madre o sus hermanos la metían en el ascensor, el taxista la recogía en el portal y metía la silla de ruedas en el maletero. Luego hacía los movimientos contrarios cuando volvía a su casa. (...)".

Teresa, a los dieciocho años, fue dada de alta del hospital una semana después de entrar en estado vegetativo. Su familia estuvo de acuerdo en mantenerla en casa hasta que muriese. Ellos se ocuparían de su alimentación, limpieza y cambios de postura para evitar las escaras.

Un buen día (habían pasado varios meses) su hermano pequeño entró en la habitación y le preguntó si quería jugar a la pelota con él. Al no obtener respuesta, se puso a jugar él solo. Teresa abrió los ojos cuando el balón le golpeó un hombro. Al niño le parecía normal y le volvió a preguntar por qué no jugaba. Entonces Teresa le dijo algo que apenas se entendía, debido a la sonda. Siguieron hablando entre los dos hasta que entró su madre y contempló la escena.

Llamaron a un médico, que le retiró la sonda; ella empezó a tragar con dificultad. La levantaron de la cama, pero no podía andar. Se había quedado parapléjica. Podía mover un poco los brazos, pero no las piernas. Se le caían las cosas de las manos por falta de fuerza y había que estar recogiéndolas del suelo. Al cabo de unos meses, viendo que había mejorado y se mantenía estable, sus padres le compraron una silla de ruedas con motor y empezó a salir a la calle acompañada siempre por alguien.

Pasaron los años y Teresa seguía viva. Su madre quiso que fuera lo más autónoma posible. Podía llevarla en coche, pero prefirió que se valiese por sí misma. Le dio el número de teléfono de una parada de taxis para que ella pidiese uno antes de salir a la calle; su madre o sus hermanos la metían en el ascensor, el taxista la recogía en el portal y metía la silla de ruedas en el maletero. Luego hacía los movimientos contrarios cuando volvía a su casa.

Yo tuve la suerte de haberla seguido de cerca. La conocí antes de que estuviera enferma y la seguí viendo con frecuencia después de haber recuperado el conocimiento. Para mí fue siempre un ejemplo de aceptación total de su enfermedad. Nunca la oí quejarse a pesar de lo difícil que le resultaba hacer las cosas más elementales. Daba la impresión de que no le importaba que hubiese que acompañarla al cuarto de baño varias veces al día. Había que lavarla, vestirla, acercarle la comida a la boca. No se valía por sí misma excepto para pedir un taxi con su móvil. Su vida era una continua humillación, y a pesar de eso fue capaz de mantener una sonrisa continua. Daba la impresión de sentirse feliz a pesar de su incapacidad física y su dependencia de los demás.

Años después, viviendo en otra ciudad, me enteré de su fallecimiento. Al cabo de unos meses leí en internet una carta de su hermano menor que me impresionó. Copio tres de sus párrafos:

“Hay tal cantidad de humillaciones, de dolor y de sufrimiento alrededor de una persona parapléjica que no se puede ni contar. Es la vida en estado puro, y ahí te topas con la realidad de que se pueden mantener la fe y la esperanza en Dios y, sobre todo, se puede mantener la alegría de mi hermana, con todo el dolor que soportaba, un dolor que sobrepasaba todo lo imaginable. No hay palabras que puedan expresarlo, porque la gracia y la fe no quitan el dolor. Aquello no era Disneylandia: había dolor para hartarse”.

“Cuando estás en el día a día, y se te estropea la silla y hay que empujarla y te pillas los dedos, y no cabes en el ascensor, quizá no te das cuenta… Luego descubres la ternura y la atracción que puede tener una persona enferma, todo lo que significa acompañarle en el dolor, y ves que es algo divino, no es una cosa solo humana. Por supuesto, lo primero que tienes que saber cuando estás con una persona así es que el que más aprende eres tú, que no le estás haciendo ningún favor”.

“El ejemplo silencioso de mi hermana me ha hecho ver la radicalidad del cristianismo, el auténtico sentido de la vida. Yo me he dedicado a la filosofía y a hacer teorías. A estas alturas de mi vida ya me sé unas cuantas, y comprendo la tentación que experimentamos ante la realidad del mal: la de pensar que todo es una porquería y que Dios no puede existir. Estamos muy necesitados de fe. No terminamos de creernos la locura de la cruz; y para alguien que no tenga fe, comprender la cruz es muy difícil. Pero sólo en la cruz de Jesús podemos mirar de frente la realidad de la vida y ponernos en paz con todas las cosas”.

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