Se cumplen ahora 50 años del golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile que puso fin al proyecto socialista de Salvador Allende. Con este motivo se está hablando mucho de este, que se pegó un tiro en la cabeza en el Palacio de la Moneda para no rendirse, y de aquel, que si Allende sobrevivía al bombardeo de La Moneda, tenía previsto asesinarlo haciendo caer el avión en el que le ofrecería irse al exilio. Se está hablando mucho de Allende y de Pinochet –digo–, pero apenas de Víctor Jara, que moriría cinco días después, el 16 de septiembre, asesinado por los golpistas en el Estadio Chile junto a miles de personas.
Quiero con estas líneas recordar una vez más a quien fue no solo el mayor compositor-cantor del Chile contemporáneo, junto a Violeta Parra, sino también, quizás, de toda América Latina, y eso es mucho decir, porque qué grande y qué rico es el cancionero latinoamericano, y qué enormes son algunos de sus artífices. Por supuesto que yo ya había oído hablar de Víctor Jara –y lo había oído cantar–, pero lo descubrí realmente con el libro que sobre él –y sobre ellos– escribió su viuda Joan: Víctor Jara. Un canto truncado. Me acuerdo de mí mismo imbuido en aquellas sesiones de lectura después de comer, mientras tomaba un café en las terrazas de Compostela de la primavera de 1991, antes de volver a la redacción de El Correo Gallego para continuar mi jornada laboral hasta la noche. Y también lo descubrí, paralelamente, escuchando un CD con algunas de sus mejores canciones que debí de comprar por la misma época. Un CD, por cierto, que he ido a buscar ahora, con motivo de este artículo, y no he encontrado. Debí de dejárselo un día a un amigo y nunca me lo devolvió. Ya saben: el que deja disco –o un libro, como reza originariamente el dicho– a un amigo, pierde el disco y pierde al amigo. Yo al amigo no lo perdí, porque me entero ahora de que nunca me devolvió el CD.
Pero volvamos a Víctor Jara. No solo fue un compositor-cantor extraordinario: nacido en una familia campesina –en cuyo seno tuvo que trabajar desde niño en el campo–, fue también profesor, director del Instituto de Teatro de la Universidad de Chile, director artístico de Quilapayún –el excelente grupo folclórico que formó parte, como él, de la Nueva Canción Chilena–, un incansable recolector de folclore –como Violeta Parra– y un hombre comprometido con el socialismo y, sobre todo, con su pueblo. Su legado artístico es sobresaliente. Citaré solo algunas de mis canciones preferidas: Te recuerdo Amanda, Canto libre, Vientos del pueblo, Preguntas por Puerto Montt, Ni chicha ni limoná, Plegaria a un labrador, Angelita Huenumán, El cigarrito... Todas maravillosas. Víctor Jara nunca cantó por cantar, como decía –y dice– en Manifiesto: “Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz. / Canto porque la guitarra / tiene sentido y razón. / (…) / que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas, / no las lisonjas fugaces / ni las famas extranjeras, / sino el canto de una lonja, / hasta el fondo de la tierra”.
Es sabido que la muerte de Víctor Jara fue un crimen atroz, como tantos otros cometidos por la naciente dictadura en aquellos días. Lo detuvieron en la Universidad Técnica –donde trabajaba– por ser militante del Partido Comunista. Había compuesto incluso Venceremos, el himno de la Unidad Popular. Los militares dispararon sus cañones contra la fachada de la Universidad y entraron en ella con sus tanques. Lo llevaron preso entonces al Estadio Chile, junto a miles de personas. Allí fue torturado y brutalmente golpeado, le quebraron las costillas a patadas y fracturaron sus manos a culatazos. Mientras lo insultaban, y en medio de la brutal paliza, sus verdugos se burlaron de él pidiéndole que tocase ahora su guitarra. Tras cuatro días, fue asesinado con más de 40 disparos. Pero aún tuvo tiempo de conseguir papel y lápiz de alguno de sus compañeros y de garabatear a toda prisa su último poema, que quedó inconcluso: “Somos cinco mil / en esta pequeña parte de la ciudad. / Somos cinco mil. / ¿Cuántos seremos en total / en las ciudades y en todo el país? / (…) / ¡Canto, que mal me sales / cuando tengo que cantar espanto!”. Con el regreso de la democracia, el Estadio Chile fue renombrado Estadio Víctor Jara.
Si Salvador Allende dejó al pueblo de Chile y al mundo entero un ejemplo de dignidad y de sacrificio con su suicidio, Víctor Jara no hizo menos con su muerte. La diferencia está en que el primero era un político y de su proyecto socialista no queda nada, mientras que Jara era un poeta y un artista, y la belleza y la verdad de las que rebosan sus canciones nos acompañarán siempre.