Siempre he pensado que los gallegos tienen –tenemos: yo soy gallego de adopción desde hace más de 30 años– mucho sentido común. Es una de las cosas que más admiro en ellos y que creo que los coloca por encima de otros pueblos en determinadas circunstancias, como, por ejemplo, la coyuntura política que vivimos en España en los últimos años. Pero, ¿qué es el sentido común, eso que los catalanes llaman seny –y que muchos de ellos parecen ya no tener– y los gallegos llamamos “sentidiño”? Carmen Posadas lo dice muy bien en el último número de El Semanal XL: “Algo muy de andar por casa. No requiere inteligencia ni perspicacia, tampoco talento, no tiene brillo ni relumbrón, es pequeño, doméstico, obvio, palmario”. Por mi parte, subrayo estas dos últimas palabras: obvio, palmario. O sea, claro, patente, manifiesto. Y, sin embargo, siempre ha escaseado (por eso admiro tanto que los gallegos lo conserven). Cuando era niño y adolescente, se decía, jugando con las palabras, que el sentido común era “el menos común de los sentidos”. Pero hoy no es que escasee; es que directamente no existe. Ayer, cuando no abundaba, faltaba en muchas personas y circunstancias, pero allí donde aparecía se imponía por su obviedad. Hoy, desgraciadamente, no lo encontramos en ningún lugar. Las nuevas generaciones han crecido dándole la espalda y, por lo tanto, como he oído decir en un vídeo de Youtube al escritor y politólogo argentino Agustín Laje –al que la Wikipedia califica de “extrema derecha” (?)–, para enfrentarse a la cultura woke que nos oprime no basta con el sentido común, es insuficiente. Y tiene razón. ¿Qué puede hacer el sentido común frente a los nuevos dogmas? ¿Qué puede lograr frente al sectarismo más feroz? No hay peor ciego que el que no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere oír. Qué importa que lo que esgrima el sentido común frente a sus ojos sea una pura obviedad. Por eso Laje, ese peligroso activista de extrema derecha, aconseja a los jóvenes universitarios que deseen plantar cara al adoctrinamiento woke que no se limiten a tirar de sentido común en sus argumentos, porque –dice– hoy el sentido común es insuficiente. Les anima a ser inteligentes, vivos, y a la par prudentes, y les aconseja que no encaren de frente, con el sentido común como ariete, a sus profesores woke, que podrían impedir que lleguen a graduarse, sino que intenten más bien contagiar a sus compañeros de clase el “buen hábito de dudar” mientras toman una cerveza a la salida de la Facultad. Sí, por desgracia, no es que el sentido común sea hoy menos común que nunca; es que se ha convertido en algo “subversivo, contracultural y revolucionario”, como también escribe Carmen Posadas en el mismo artículo al que me refería al inicio de este texto.
Larga vida al sentido común, aunque esté moribundo, o precisamente por eso. Y mucha suerte a los jóvenes que quieran resistir a los nuevos inquisidores del mundo. Ya los sabéis, muchachos: sed prudentes y listos. Con el sentido común, por desgracia, no basta.