Es mucho más agradable –al menos para mí– escribir sobre temas amables que sobre temas duros, pero no siempre es posible. “¡Qué tiempos son estos en que hablar sobre árboles es casi un crimen porque implica silenciar tanta injusticia!”, escribió Bertolt Brecht, o quizás su amante Elisabeth Hauptmann (John Fuegi, biógrafo del autor, atribuyó a esta algunas de sus obras). La mexicana Lidia Cacho es uno de los periodistas (hombres o mujeres) más valientes –y por lo tanto mejores– que conozco. Tuvo que exiliarse en España después de que intentaran matarla repetidamente y de ser secuestrada y torturada por el Estado, que debería protegerla, tras denunciar a grandes empresarios y políticos de su país por explotación sexual con menores y comercio de pornografía infantil.
Ahora acaba de sacar un libro titulado Rebeldes y libres en el que ha entrevistado a 176 niñas españolas de 11 a 17 años. Con este motivo, la he escuchado hoy mismo en la radio denunciar que España es uno de los mayores consumidores de pornografía infantil y juvenil del mundo, y que además en nuestro país no hay políticas públicas suficientes para poner fin a esta lacra. Pero más terrible aún me parece lo que ha dicho sobre que muchas niñas tienen miedo de no llegar a enamorarse nunca por culpa de la hipersexualización de la sociedad en la que vivimos. Quieren –ha explicado– unas relaciones amorosas más tradicionales frente a este exceso de estímulos sexuales y a la pornografía asfixiante que las rodea.
Frente a esta forma de razonar de muchas menores que al menos a mí me hace mantener ciertas esperanzas en un futuro mejor para la humanidad en cuanto especie, veo todos los días a un montón de personas e instituciones –algunas gubernamentales– vomitando un discurso y desplegando medidas que disfrazan de progresismo moral este lodazal de sexo compulsivo y de pornografía en el que pretenden tener sumergidos a nuestros niños y adolescentes. Algunos son tontos útiles, es decir, vomitan todo esto por pura necedad, pero me temo que los más son perfectamente conscientes de lo que hacen y de adónde quieren llevar a nuestros hijos y, por ende, a nuestra sociedad.
Ojalá que nuestros adolescentes puedan seguir enamorándose y no olviden nunca que el sexo, además de un placer, claro –Dios sabía lo que hacía cuando ideó el medio de perpetuar la especie– es comunión y la mejor manera de expresar el amor.