Hoy hace cien años que nació Fofó. Siempre me han gustado mucho el circo y los payasos, tanto que desconfío de las personas a las que nos les gustan, que no son pocas. En su descargo diré que creo que la mayoría de ellas desconocen la verdadera naturaleza de uno y otros. Siempre me han gustado mucho los payasos, digo, pero ninguno como Los Payasos de la Tele. Gaby, Fofó y Miliki –con Fofito, y digo bien “con”, porque así era como se presentaban– llenaron toda mi infancia, desde que inauguraron en 1973 –solo unos días después de que yo cumpliera seis años– su programa “El gran circo de TVE”. Se emitía a la hora de la merienda, y recuerdo que mis hermanos y yo volvíamos corriendo del colegio para no perdernos nada. Tras la muerte de Fofó, se incorporó al grupo Milikito, y el nuevo cuarteto siguió apareciendo en la tele hasta 1981 (aún habría dos etapas más, hasta 1995). Yo ya tenía 14 años, pero juraría que seguía viendo el programa con parecido placer.
El espacio tenía una estructura muy moderna para la época, sin duda pulida durante la experiencia televisiva que Gaby, Fofó y Miliki traían de Latinoamérica. Arrancaba con un gag basado en el típico duelo de payasos sobre el trío clown (Gaby), augusto (Fofó) y contraaugusto (Miliki) (tras morir Fofó, Miliki pasó a ser el augusto y Fofito se convirtió en el contraaugusto). Seguía con un número clásico de circo: malabaristas, trapecistas, domadores, etc. Después venía la que sin duda era la gran atracción del programa: la aventura, un sketch de unos diez minutos en el que se narraban las peripecias de los payasos en escenas cotidianas, interactuando con otros personajes, como el inolvidable “señor Chinarro”, interpretado por Fernando Chinarro. El espacio concluía con una de esas maravillosas canciones del grupo compuestas por ellos mismos, pues los cuatro eran grandes músicos: “Hola, don Pepito”; “La gallina Turuleca”, “El auto feo”, “Mi barba”, etc.
Pero mi intensa vivencia de Los Payasos de la Tele no se acababa con el programa. Recuerdo que mis padres –o tal vez mi hermana mayor– nos compraron los dos primeros discos del grupo, dos LP no solo llenos de canciones memorables sino también de unas fantásticas fotografías que yo usaba de modelo para dibujar una y mil veces a mis ídolos. También tuvimos el juego oficial que lanzaron, en el que había una sección titulada “Adivina qué palabras se han mezclado” con el que yo comencé a aficionarme a los juegos de palabras. Y Rosa, la empleada de hogar de mi abuela, me regaló por uno de mis cumpleaños un cómic de tapas duras de los payasos que me proporcionó una felicidad indescriptible. Pero lo mejor fue verlos dos veces en directo en Logroño, donde vivíamos. La primera vez, todavía con Fofó, en el viejo polideportivo Adarraga. En la segunda venían con un circo.
Gaby, Fofó y Miliki eran hijos de Emig, el payaso con la cara pintada de negro que durante un tiempo acompañó artísticamente a sus hermanos Pompoff y Thedy. De hecho, la primera vez que salieron a un escenario, siendo aún unos niñitos, lo hicieron dentro de los grandes bolsillos de sus tíos. Pompoff, Thedy y Emig fueron también muy famosos en su época. Mi abuela recordaba haberlos visto actuar en Madrid cuando ella era pequeña, a principios de la segunda década del siglo pasado.
Fofó murió en 1976, unos días antes de que yo cumpliera nueve años. Su muerte fue inesperada y traumática, aunque sus hermanos y su hijo siguieron adelante haciendo de tripas corazón. Realmente tuvo muy mala suerte. Había salido bien de una peligrosísima cirugía por un tumor cerebral, aunque benigno, y cuando empezaba a recuperarse, falleció fulminado por una hepatitis a consecuencia de la contaminación de la sangre que le habían transfundido en la operación. En YouTube puede verse la entrevista que José María Íñigo le hizo en TVE tras recibir el alta de la cirugía, solo unas semanas antes de morir, sin que el payaso pudiera ni siquiera sospechar la inminencia de su fatal desenlace. Muy triste y muy trágico, pero era la sanidad de la época. No había los controles de hoy. Han pasado casi 50 años.
Fofó nos dejó hace casi medio siglo y hoy, cien años después de su nacimiento, lo necesitamos más que nunca. Precisamos de muchos Fofós, de muchos payasos. Porque el payaso no es un personaje, sino una persona, la mejor de las personas. “El más humano de los seres humanos”, como lo calificó el payaso y maestro de payasos Alex Navarro. Porque no ha matado al niño que lleva dentro y le deja salir fuera. El payaso es un navegante de las emociones, un barril de desesperación, un invitado a la fiesta de los fracasos que, a pesar de todo, siempre está alerta y disponible para participar, para imitarlo todo, para intentar hacerlo todo por sí mismo, como el niño pequeño que dice: “Mira, papá, mira lo que hago... Mira, mamá, mira lo que siento”. Al fin y al cabo, ¿qué es ser un payaso? Lo pregunté una vez en una reunión de amigos y mi ahijado, que solo tenía doce años, contestó con seguridad: “Ser payaso es humillarse a sí mismo”. La respuesta nos desconcertó a todos, e incluso su madre dijo: “¿Humillarse? Eso nunca; eso es horrible”. Pero a mí, después de pensarlo un momento, me pareció una buena respuesta”. Según el diccionario, humillarse es “hacer actos de humildad” y la humildad es la “virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento”. Efectivamente, eso es lo que hace el payaso: saberse limitado y débil, y obrar en consecuencia. Y eso es lo que nos hace reír, porque, más allá de que sus torpezas resulten cómicas, todos nos sentimos identificados con él de alguna manera, y sus limitaciones y debilidades, unidas a su gran corazón, nos tocan el alma. En definitiva, lo que hace el payaso es reírse de sí mismo. Por cierto que le pregunté a mi ahijado de dónde había sacado esa repuesta y me dijo que la había oído en una película.
Lo dicho: la Seguridad Social debería recetarnos más Fofós, más payasos. Y a todos nos haría mucho bien dejar salir más veces al niño que –espero– seguimos llevando dentro.