La sociedad global en realidad es el resultado de la fragmentación de lo individual, una suma exponencial de egos sin evaluación de la importancia efectiva de lo que es o debiera ser en verdad trascendente. Participamos y consumimos, adquirimos contactos a los que reconocemos como “amigos”, devaluando la relación social a un simple “acepto”, “me gusta” o a un emoticono, exhibimos nuestra intimidad y la comparamos, expuestos a las redes nos autoexigimos más de lo que con certeza deberíamos ofrecer o adquirir ante un escaparate de ansiedades.
Sobrevivimos a cada momento y dejamos de optar por equilibrados planteamientos medio o largoplacistas. Sin duda, aceptamos en lo inmediato lo que nos agrada y rechazamos las malas noticias. Sin reflexión, nos unimos a causas que estamos muy lejos de comprender, algunas evidentes estafas. Y, así, no pocas veces, acabamos por refugiarnos en un camino de ascetismo, soledad, desasosiego, aburrimiento y consuelo espejo -el que anima en base a desgracias ajenas-. El resultado es la depresión individual y social, la frustración, más horas ante el ordenador o el teléfono. La pesadilla, sin c, se muerde la cola.
La comunicación en redes ha trascendido a las estructuras físicas, geográficas, políticas. Ha desbordado fronteras, ha derruido barreras, ha suplantado todo lo preestablecido, comprensible y asumible, sustituyendo tradiciones y culturas, lo abarcable y próximo. La aldea global se ha precipitado en mundos virtuales, sin alcanzar más dimensión, sin optar por la grandeza real humana, ahora en muchos casos representada por un simple avatar. Lo tradicional desaparece,: la ceremonia, el ritual, lo preceptivo y consustancial, aquello que nos une a la tribu, a lo que consideramos reconocible, evaluable, comprensible.
El multiverso, la inteligencia artificial -IA- con su chat GPT -un avance mínimo de lo que viene- llevan camino de dejar en una anécdota trascendente a la gravedad de las face news, de la desinformación, de las verdades construidas con las más perversas intenciones. El propio Geoge Orwell ya advertía el peligro al decir que “en una época de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario.”
La imagen, y vivimos apantallados, facilita el acceso a lo atractivo o perverso pero no la comprensión de aquello que vemos. Más información no es más verdad, ni más libertad, siquiera más formación, sí es posible que suponga el más perverso sistema de censura. Lo mucho indigesta.
Fuera del sistema de IA, es difícil hacer augurios. De manera acelerada, la posteridad cada vez dura menos, el ocio se confunde con el gasto, la notoriedad con el mérito, la suerte con el esfuerzo o el trabajo. El futuro previsible no existe, su pronóstico cambia cada minuto sin valorar precedentes, sin someterse a influencias de lo que ocurrió o está pasando en estos momentos.
Las redes sociales son el medio dominante hoy, como lo fueron en otras épocas, con implantaciones sin duda menos agresivas, la prensa, la radio o la televisión. La universalidad de acceso a comunicar, aun no asegurada para todos, es en sí buena, pero extravía el papel del comunicador profesional, de las empresas informativas, incluso de las publicitarias. Lo difundido se impone a lo relevante, a lo contrastado, a la responsabilidad de una firma. Sin intermediación profesional, corremos el riesgo de que la difusión de noticias se convierta en mercancía vulgar.
La información es un derecho inalienable de todas las personas, un instrumento imprescindible para asegurar la democracia y, con ella, la libertad, la igualdad, la cultura, las ciencias, la convivencia pacífica y el desarrollo. Resulta imprescindible en la denuncia de la violencia, de los poderes causantes de persecución ideológica, de las dictaduras en general, y de las mafias y el terrorismo en particular, así como las presiones de los actores de la economía que su poder condicionan contenidos periodísticos. En su honestidad intelectual, el periodista ha de proteger sus fuentes, no tolerar censuras, ni atender a presiones, sean de la índole que fueren, debe inquirir, perseguir, fiscalizar a todo poder y buscar la claridad en su exposición. La comunicación es un bien común.
En un mundo global, se acentúa el valor del rol del cronista o reportero como el profesional más apto para canalizar la información, sometido siempre a exigentes códigos deontológicos y al compromiso con el bien común. Entre tanto desafío y apasionantes cambios, el periodismo tiene que seguir jugando su esencial papel como referencia, como legatario de los valores fundamentales reflejados en la Declaración de los Derechos de los seres humanos.
El informador es el único que asegura la verdad con transparencia, legalidad, el que contrasta sus conclusiones, es respetuoso con lo acontecido, asume la rectificación y las opiniones o referencias emanadas de cualquier entidad, administración o ciudadano.
En el VI Congreso de Editores Europa - América Latina Caribe hemos hablado estos días de algunos temas trascendentes para la convivencia democrática. Era nuestra responsabilidad.
Alberto Barciela
Periodista
Director del Congreso de Editores Europa - América Latina Caribe