La palabra es la mayor intuición de los humanos, y su mayor logro colectivo. Con ellas, con su cúmulo, los racionales nos distinguimos, construimos mundos, los narramos, elaboramos cosmos propios y extraños; adquirimos universos reales y proyectamos otros imaginarios.
Los vocablos son como estalactitas que van adquiriendo sus significados privativos, que han evolucionado desde las cuevas guturales a través de los mágicos túneles generacionales, impregnándose de matices, de circunstancias y de las propias ensoñaciones, adquiriendo formas y significados, elaborando sus propias historias, y huellando el devenir con sus propios pasos. El rastro son tesoros léxicos de incalculable valor.
Cada época aporta a la expresión sus significados, sus matizadas voces, suma preciosas tallas etimológicas, exige sacrificios, pero mientras exista la posibilidad de la palabra existirá esperanza, seremos capaces de ilusionarnos y de encandilar -de iluminar, sí-, de transmitir deseos, emociones, de amar al fin, y de alentar -de hacer respirable la propia vida- otorgándole un cierto sentido, tomando conciencia de lo que somos, contribuyendo a conocernos, en lo individual y en lo colectivo.
Las palabras facultan el habla, las lenguas, los nombres, la oratoria, la escritura, la cultura, la salud, la civilización, la sociedad... Nos dignifican al otorgar sentido y orden a las relaciones, y por ende las enriquecen, curan y embellecen. No despejan todas las dudas, pero nos posibilitan filosofar, intercambiar, compartir -hacer partícipes a los demás-, negociar, disputar, discernir, apoyar, oponerse, socorrer e incluso trastabillar al compartir nuestras vacilaciones.
En buena lid, la dialéctica debería ser el único campo de disputa entre inteligencias o ambiciones dispares. Y aun así, somos conscientes de que sin las palabras no existiría la diplomacia y de que, sin esta, los conflictos y las guerras serían permanentes y todavía más crueles. Las palabras son las piezas imprescindibles con las que construir la paz.
Son barro, el imprescindible para moldear las piezas de esos puzle magníficos, mosaicos amados, que hemos dado en llamar libros, el más hermoso soporte de la verdad humana con sus mentiras, de las ambiciones y de las capacidades más extremas, representadas por la fantasía o el engaño. Hay otros soportes, sí, pero nunca tan preciosos como los libros. En apariencia son el contenedor más humilde, representan la sencillez más tenue, el refugio más fácil. Mas en lo sustantivo han cambiado el discurrir de las mentes, alterado los comportamientos, mudado las convicciones, contradicho arraigadas creencias, propiciado revoluciones, elevado espíritus, soportado saberes - algunos incluso que más tarde desmintieron-, espoleado disparates, evidenciado memorias, contado y alterado historias, relatado biografías, creado protagonistas, impulsado mitos, inducido miedos, acrecentado terrores, sumado alegrías, aportado consuelos, elevado oraciones, proclamado cantares, regalado momentos inolvidables... Nada les ha sido ajeno, nada les resulta imposible, la misma nada es su todo.
Uno ha de aprender a anidar en los libros, aprehender cuanto en ellos se contiene. Cada ejemplar ha de abrirse como una puerta secreta, para trascender la realidad, mejor pensarla o transitarla con conocimiento y cierta seguridad, como en un recorrido por un fractal que nos hará crecer en presente hacia el pasado o en la búsqueda de un futuro. El tiempo en ellos es magia.
El ser lee y olvida, vuelve a leer y entonces vuelve a contemplar, quizás con otros ojos, retorna a pensar lo que sabe que ha de tornar a relegar en sus neuronas. La memoria y la desmemoria son un gran juego de eternidad. Es hermoso el círculo de nadas y de todos, el redescubrimiento, las germinaciones del olvido y del recuerdo, las evocaciones, las sugeridas surgencias, el hilvanar con una evocación mínima un relato que se apropia. El agua retorna al río, que ya nunca será el mismo. La memoria retorna al libro que ya nunca será el que fue. Hay algo paralelo, quizás sean los universos, el multiverso.
Una pequeña decisión, no siempre sencilla, permite alcanzar un mundo, uno específico, escogido entre las múltiples posibilidades de una biblioteca. Y en hojas encuadernadas, compendiadas con un cierto criterio, uno discierne sus propias y puntuales apetencias temáticas, estilísticas, temporales. Con su decisión, uno ejerce la libertad de escoger, de zambullirse en un paisaje compuesto con letras, en párrafos más o menos largos, inspirados, sabedor de que todo empezó y finalizará con una palabra. El ser es racional por ellas. Vale.
Alberto Barciela
Periodista