Nélida Piñón fue, debería decir es, un ser de realidades inusitadas, desacostumbradas al menos. Pervive en su obra inmensa, en sus obras, en sus archivos, y sobre todo en el cariño de sus amigos, en el recuerdo de sus admiradores, en la evocación permanente de los estudiosos y eruditos. Ahora lo hace también con su trabajo póstumo, “Los rostros que tengo”, estructurado en 147 capítulos cortos, una oda a la creación y a la trascendencia, un homenaje a la palabra y al arte en general.
No es fácil trascender, pero la brasileña gallega supo siempre de la magia, de la taumaturgia de los hechiceros de sus tribus amadas, del prodigioso encantamiento de las memorias ajenas, a las que sirvió con generosidad a través de la creación, de sus principios estéticos: el ideal humanista de conjugar la grandeza de los clásicos con la relevancia de los modernos, lo erudito con lo popular, lo grande con lo pequeño, “la lujuria del cuerpo y del espíritu”; la esencia de la creación, “sensible o dolorosa”, y “el deber de crear”, tal y como bien recoge Rodrigo Lacerda, en el prefacio del libro póstumo que Alfaguara ha editado con la firma de la Premio Príncipe de Asturias de las Letras.
La escritora, que vivió, en sus palabras, “saqueando cuanto necesito de metáforas y adornos del lenguaje”, confiesa sus esfuerzos para “que mis días sean alegres”. Y dice, “solo por estar viva, aun sin un motivo concreto, alzo la copa de la ilusión. Sin olvidar que, al estar cerca del fin, me resigno a aceptar mis regresiones, las ruinas de mi cuerpo actual, un esqueleto que, sin embargo, todavía se alimenta y tiene sed.” Y vaya si vive, lo hace en cada frase, en cada párrafo, de sus casi treinta libros, entre novelas, cuentos, ensayos, discursos, crónicas y otros títulos que entrelazan reflexiones, recuerdos, “la compleja y ambigua edificación humana.”
En su obra inmensa, cual comitiva, transitan personajes de La Biblia o de Homero, Machado de Assis, Quevedo, Shakespeare, Camoes, Dostoievski, Gregorio de Matos, José de Anchieta, Cervantes. Su erudición hace que emanen manantiales, cual oasis, en cada recodo, en toda reflexión, en sus inspiradas metáforas narrativas, entreveradas de sus queridos personajes y, sobre todo, de esa esencia civilizatoria personal: su hogar brasileño gallego, su mestizaje, su asunción como hija de todos los tiempos, de todas las lecturas, del arte hecho música o pintura o libro o conversación erudita, de las más innúmeras experiencias mundanas, universales, de aldea o de metropoli, adquiridas con una capacidad inusitada por asimilar lo contemporáneo, lo propio y lo ajeno, o interpretar el pasado, o soñar el futuro, en un mestizaje vital asumido como herramienta de supervivencia, como el pan de cada día, pero también como la levadura que aportar a los demás. Nélida es capaz de secuestrar la magia de lo cotidiano y de regalarla, tanto como de trascender más allá de lo humano comprensible.
En su nuevo libro se reafirma en algo que persiste en su obra: “Siendo brasileña soy griega, romana, egipcia, hebrea”. Y admite: ““Nacimos del mestizaje. De un universo impregnado de ficción, de fingimiento. Sin saber a quién debemos la idea de realidad que concebimos como una invención personal que rechaza los proyectos colectivos. Un realismo marcado por una alta dosis de ilusión que forma parte del carácter social”.
Consecuente con su tiempo y sus circunstancias, confiesa: “Tal vez exagero, porque pierdo la dimensión de lo cívico, de lo moral, de lo institucional. Pero, como víctima del curso de la historia, la creciente intolerancia, el radicalismo ideológico, la corrupción desenfrenada, el escaso civismo me socavan. Por no hablar de la violencia urbana y doméstica, de la convicción inoperante de que es más fácil odiar que amar”. “Me esfuerzo -dice- para que mis días sean alegres. Solo por estar viva, aun sin un motivo concreto, alzo la copa de la ilusión. Sin olvidar que, al estar cerca del fin, me resigno a aceptar mis regresiones, las ruinas de mi cuerpo actual, un esqueleto que, sin embargo, todavía se alimenta y tiene sed.”
Optimista nos alerta de sus refugios, la lectura, los amigos, la observación, la reflexión, la escritura, la música, los recuerdos familiares, sus perros, la comida... y, los transita con y para bnopsotros, los lectores, pues en ellos encuentra la alegría ante “nuestra realidad, que todavía es excesiva.”
Nélida traza muchas de sus inquietudes, indaga con interrogantes que traslada a las nuevas generaciones como síntoma de todas las dudas que la humanidad arrastra desde sus orígenes. Eran sus inquietudes y son parte de su legado. Entre otras: “¿Cuándo ha estado a salvo el mundo, cuando ha sido un lugar pacífico, cuerdo, cuándo ha salvado a sus enemigos y ha amado al prójimo?”. Y advierte algunos riesgos, en especial significativos para ella: “si el hombre inventó la palabra, también es capaz de aniquilarla”, pero nos conforta enseguida
En algún momento, la escritora nos pide permiso “ para entrar en el corazón afligido del lector. Para entrar en sus arterias y reunir de primera mano la dichosa y lastimada herencia de su conmovedora humanidad.”
En nosotros, en los que la quisimos y admiramos, pervivirá para siempre Nélida Piñón, la niña que desde su infancia en Cotobade, desde el Monte do Pé da Múa, ya vivía entre las estrellas.
Alberto Barciela
Periodista