jueves. 21.11.2024

El grito del silencio, la última palabra del chavismo

El lenguaje universal es el silencio. En él permanece la respuesta a toda incógnita humana trascendente.

El lenguaje universal es el silencio. En él permanece la respuesta a toda incógnita humana trascendente.

 

Decía Eduardo Galeano que “sólo los tontos creen que el silencio es un vacío. No está vacío nunca. Y a veces la mejor manera de comunicarse es callando”. También ha sido el método superior para pensar: Los filósofos, muy en especial los cínicos; los anacoretas del desierto, en los primeros años del cristianismo; los monjes y las sores de clausura han practicado formas de reflexión, búsqueda de certezas subjetivas o circunstanciales, diplomacia, conscientes de una cierta eficacia inteligente ante el ruido ambiente, la distracción o la imposición. Ha sido una suerte de lucha contra la “asfixia comunicacional” de un determinado momento de la historia. Los burócratas han sido más banales, con su “silencio administrativo”.

 

De una u otra forma a ello se ha referido con estilo clarividente y reiterado Ignacio Ramonet, ilustre comunicólogo y profesor, para aludir a “la censura por acumulación, no por substracción”. El redondelano es “connoisseur” de la obra de su amigo y colaborador Milan Kundera. Ambos, gallego y checo, coinciden en que “la cultura sucumbe bajo el volumen de la producción, la avalancha de letras, la locura de la cantidad”. “Por ese motivo -decía el erudito autor en “La insoportable levedad del ser”- te digo que un libro prohibido en tu país significa infinitamente más que los millones de palabras que vomitan nuestras universidades.”

 

Del valor del silencio, hay que recordar, con Alberto Manguel, que Beckett puso en escena un acto sin palabras; John Cage compuso una pieza musical llamada “Silencio”, y Pollock ha colgado de las pareces más ambicionadas por los pintores, la pared de los museos, lienzos mudos y hechos de salpicaduras. Ni el famoso “El grito” del noruego Edvard Munch, digo yo, ha proclamado tanto sin decir nada, al menos en lo aparente.

 

En el silencio que se intenta imponer de uno y otro modo por Maduro en Venezuela permanece la respuesta a toda incógnita trascendente sobre el régimen dictatorial, en realidad es un “silencio a gritos”. En ese callar interno, obligado, se ha producido la corrupción petrolífera -también de los teóricos demócratas precedentes-; con mutismo se han construido las pistas de los narcos en la selva; la mudez ha permitido explotar minas de diamantes ilegales, yacimientos de sangre o de miedo; por una omisión abrupta de la verdad, por inacción eficaz, se ha instaurado un estado policial, se han expropiado bienes, se han destruido empresas, se ha devaluado un estado de bienestar hasta cotas de subdesarrollo, y se han violentado todos los Derechos Humanos, violados de forma reiterada por décadas. Millones de venezolanos han sido obligados a un exilio involuntario, a un éxodo profundamente doloroso.

 

La respuesta hasta ahora había sido la casi indiferencia o la simple condena sobre el papel, el bloqueo leve de los estamentos internacionales, mientras la huida de los ciudadanos de aquella república hermana, la renuncia a toda seguridad jurídica o económica, cuando no física, ha sido impuesta con luz y taquígrafos durante veinticinco años en uno de los países más prósperos y admirados de América Latina y del mundo, aunque hasta entonces también sufriese malas gestiones políticas, con seguridad también corruptas.

 

El silencio más evidente es ahora el de aquellos que han colaborado de una u otra forma con el régimen chavista, muchos de ellos a sueldo del Palacio de Miraflores. Lo es el de los que todavía se niegan a condenar tantas evidencias antidemocráticas, los que respaldan la negación de las libertades sociales e individuales, etc.

 

Los medios de comunicación y los periodistas, los locales más decididos, cumplieron y cumplen su papel de denuncia hasta donde les fue y le es posible. Sin ellos, sin su valentía, no se habría producido siquiera la posibilidad de las elecciones que, según todos los datos, ha ganado la oposición. El pueblo sí ha hablado con claridad, ha gritado en las urnas.

 

El régimen dictatorial venezolano, ese que Maduro, apoyado en la fuerza, la coacción y las amenazas, ejerce despóticamente tras apropiarse de todos los poderes políticos, económicos y, en la práctica sociales, con ayuda aparente de estamentos de buena parte del ejército, no ofrece garantía jurídica alguna.

 

Antes de morir, Hamlet ruega a Horacio, su amigo, que viva, que cuente su historia, y añade ante la muerte: “El resto es silencio”. A partir de aquí nadie sabe nada. Antes, y mientras viva un periodista libre, sabremos que es más que probable que Maduro esté construyendo ya su propio patíbulo político. El dictador se ahoga cada vez más con sus insultos y mentiras, y propicia una ruina todavía mayor de un país y de un pueblo que ya han sufrido demasiado. El silencio impuesto será su última palabra, de eso si hay actas.

 

Tras su desaparición: El chavismo dejará algo peor que la nada: los rescoldos de una sociedad dividida. Siquiera Shakespeare podría imaginar un déspota mayor. En Venezuela huele a podrido, lo intente callar quien lo intente. La acumulación de tropelías despide un hedor que alcanza al mundo. El grito universal es la denuncia de Maduro y su antidemocracia.

 

Alberto Barciela

Periodista

El grito del silencio, la última palabra del chavismo
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