Hay un cuarzo lapídeo -de piedra-, duro, traslúcido y con franjas de uno u otro color, se llama ágata. Elevado a nombre propio puede resultar Ágatha, entonces, además de la versal inicial, incorpora una h que humaniza, que le pone tacones a la vida, aun yendo descalza, desnuda de prejuicios.
Ella no es moda, es antropología del ser, del saber estar, de la esencia, de la experiencia, de la personalidad, de la cultura efectiva, de ese ojo en la mente que, con inteligencia intuitiva, diferencia en décimas de segundo lo artístico de lo vulgar.
Avecindarse toda una vida en las cumbres sociales, entre la aristocracia, el dinero y el poder, es exigente. Triunfar por décadas en el mundo entero lo es de modo superlativo. Superar crisis propias y ajenas, económicas y sanitarias, es reconocer una lección de energía, de esfuerzo, de capacidad de trabajo infinita y visión iluminada. Mantener una personalidad, un criterio, es mucho más complejo. Ser hija y hermana de una familia extravagante, es aún más complicado que ser madre de dos hijos, Cósima y Tristán, con criterios de vanguardia, y lo más complejo parece resultar ser esposa de un innombrable, sin amigos y al aprecer sin escrúpulos, “huérfano de sentimientos y de sensibilidad”, pero al que ayudó a cambiar la historia de España.
En mi impresión a vuelapluma, denoto una Ruiz de la Prada, mujer, feminista racional, pro abortista ejercida, culta propietaria de una piscina de aguas turbulentas, es un ser normal y adorable, corazón en estado puro, casi indescriptible. Ágatha, claro, es un ser humano, tangible, y tan verdad, al decir de Pedro Mansilla -el intelectual que más sabe de lujo y moda, que educa y ejemplariza-.
La creadora es tan cierta como cuanto cuenta en “Mi historia”, la biografía que ha escrito en colaboración con Pedro Narváez para La Esfera de los Libros. Como ella, leo mucho y tengo referencias, por eso ahora me atrevo a recomendar un libro desenfadado, serio, divertido, real -incluso monárquico- y en el que se narra parte del escaparate y mucho de la trastienda de seis décadas en la que España cambió, en la que el mundo se globalizó y en la que seguimos esperando a los extraterrestres mientras el Titanic agiganta su mítica.
En dos días y medio, entre Redondela y Portugal, islas abandonadas, pazos excelsos y castillos, coloquios y presentaciones, cócteles, comidas y un aperitivo improvisado en Arcade, con ostras y godello, Ágatha, “mi nueva mejor amiga”, según su dedicatoria en el libro, se ha revelado como una musa hiperactiva. No soy prejuicioso, pero han de reconocer que es difícil que te sorprenda de forma tan positiva alguien que diseña, a quien le gusta mandar, que ha sido una de las musas de la Movida madrileña -que yo compartí en directo-, que es marquesa de Castelldosrius, baronesa de Santa Pau y Grande de España, con un lado excéntrico, eso dice, que anhela lo importante y cuyo pedigrí la centra en la tierra tras permanecer entre ricos desde su nacimiento. Los clichés, lo reconozco, no me gustan, pero esta vez se han desportillado para siempre entre exquisitas cerámicas portuguesas, se han desalado como el bacalao delicioso o las merluzas cocidas enteras que nos ofrecieron nuestros anfitriones, los Regojo -Alex, Pedro, Pepe, Rocío, Gracia, etc.-, o los regalos experienciales de Telmo Tojeiro, un culto y gentil caballero de la cultura. Lo de menos se hizo lo más.
Hay que leer la historia de una señora estupenda que encuentra amigos porque, manifiesta, es la mejor manera de olvidarse de sí misma. Una polímata que en su historia desnuda a reyes, aristócratas y pijos -no se pierdan lo que dice de la reina Leticia, Jesús Polanco o García Márquez-, evidencia a corruptos, horteras y mediocres, reconoce a escritores y pintores, amigos y enemigos, idiotas y sabios, no se pierdan cuanto habla para ensalzar o denostar, con conocimiento, de los seres estratosféricos a los que trata cada día. La Ruiz de la Prada, con lucidez, piensa que lo mejor del mundo es ser Picasso, Norman Foster, Shakespeare, Amancio Ortega o Pablo Isla. Ágatha es una superviviente que nada contracorriente en una piscina de libertad, cuyos flotadores y agarraderas han sido personalidades como Umbral, Cela, los Anson, Luis María y Rafael, o Jiménez Losantos e incluso la naturaleza, y, por supuesto, sus perros y sus caballos.
Hay que leer esa historia para conocer un poco mejor la intrahistoria de España, para entender ciertas cosas inverosímilmente ciertas, para conocer el paño y los hilos, para encontrar el color de las palabras y del dinero, todo adobado con la inteligencia de la acidez, la ironía o el amor.
Ágatha sabe mucho, pero hasta ahora no conocía Redondela, una villa con aeropuerto y tres estaciones de ferrocarril, en donde los trenes vuelan, existen ríos de manzanas que, en su desembocadura, se pintaron de colores y estampados, un lugar en donde surgió la poesía medieval y una parte esencial de la historia de la moda de España, con aportaciones del propio Dalí o de Gene Cabaleiro, una parada obligada en el Camino de Santiago Portugués, origen de periodistas de renombre internacional como Ignacio Ramonet, o inspiración de la Ciudad de la Cultura de Galicia.
Proust nos enseñó a dar gracias a los personas que nos hacen felices, “ellas son los encantadores jardineros que hacen florecer nuestra alma.” Ágatha llena el mundo de color y cultiva corazones. Esa es su verdad.
Alberto Barciela
Periodista