lunes. 07.04.2025

Alfredo Conde, XXXII Premio Puro Cora

Cuando me encuentro a Alfredo Conde, y suele ocurrir con cierta asiduidad buscada, al menor descuido le solicito un dibujo. Lo hago desde que guardo en la memoria un bosquejo de mi rostro que me hizo a vuelapluma, al albur de un jurado de unos premios de cuentos infantiles promovidos hace ya décadas por un injustamente olvidado Enrique Beotas.

Cuando me encuentro a Alfredo Conde, y suele ocurrir con cierta asiduidad buscada, al menor descuido le solicito un dibujo. Lo hago desde que guardo en la memoria un bosquejo de mi rostro que me hizo a vuelapluma, al albur de un jurado de unos premios de cuentos infantiles promovidos hace ya décadas por un injustamente olvidado Enrique Beotas.

 

Les aseguro que los despistes del escritor allaricense son pocos. Hoy, cuando todavía no cuento con una desea desbandada de patos de Alfredo, pero sí gozo ya de una recua de trazos que semejan serlo, al menos por su valor sentimental, admito que los mismos expresan toda la ternura infantil que se conserva en un escritor feliz, complejo, que ha cumplido 80 años como al descuido de las décadas, y que es consciente de que si regalase los libros no viviría y de que si lo mismo hiciese con los elogios, no sería ese personalidad reconocible por sus juicios justos y mordaces.

 

Si uno es avispado, logra que Alfredo le regale trazos de vida, momentos de emotividad, recuerdos, impuros a veces y otros impíos, pero casi todos plagados de una ingenuidad vieja y no buscada, arañada y herida de hechos que más bien intentaron ser desechos de amistades que nacieron puras y se trastocaron en envidias de un éxito con las palabras hilvanadas en historias que nacen al albur de un paseo de una mujer atractiva por el andén de una estación cualquiera, como le enseñó don Gonzalo Torrente Ballester, coleccionista posible de las pajaritas de papel de Unamuno, papirofléxico aficionado a libertario rector en la Salamanca de la rana y de los azules descamisados de sentimientos, mancos de todo menos de rencores; o de improperios de un Cela que sabía pasar lo malsonante por piropo. Si Alfredo contase todo lo que sabe, algunos resucitarían en infartos nunca contados, propios de caracteres impropios, de egos desmedidos, de envidias insanas, y eso afectaría a agrandes nombres de nuestras letras, incluidos algunos ligados al Sargadelos de ahora y del pasado.

 

Yo, que estoy atento a los convoyes, mientras las damas se me escapan como en los sueños, miro la cielo esperando escritores que me regalen dibujos, y parábolas, y pajaritas desintencionadas, mientras que por no cerrar la maleta con los libros leídos al son de la música del tran tran (Londres, Madrid, Ponferrada..., que diría el poeta Machado, Antonio), los libros leídos y subrayados se me caen a los raíles de imposible alcance, en tanto las anotaciones soportan el peso de esos vagones que ya casi no hacen ruido, que no emiten humos, y que con frecuencia incierta se alejan llevándose con ellos el garboso andar de aquella bella joven que ocupó más tiempo en los ojos deseossos que la propia lectura propuesta para el viaje.

 

Mis subrayados ruidos de fondo se fueron con su primera lectura camino de no se sabe qué trituradora inculta, mientras yo me ocupaba de maletas llenas de no se sabe cuantas innecesidades. Alguien, al vuelo, rescató el cuaderno de notas: estaba vacío, y dejó volar el libro, sabiendo que en él se contenían las importancias. Todas las reflexiones estaban anotadas a lápiz, subrayadas por renglones intonsos, cuadriculados los hallazgos semánticos, y con la memoria tranquila, segura de recuperar a golpe de vista todos los marcados necesarios para salvar una presentación prevista pero que resultó imposible -era en Bertamiráns, yo estaba en Cartagena de Indias- y que, con seguridad, se deshicieron sobre un raíl que en realidad no llevaba a n ninguna parte. Era de noche y llovía sobre Compostela, lo hacía sobre el último tren de los horarios confusos, de los revueltos enlaces entre AVES no coleccionables, confundidos entre enlaces regionales y esperas administrativas de velocidades lentas. Aquel ejemplar estaba dedicado, ahora lo sé, al olvido, condenado a ser triturado por la leve brisa de un pasar.

 

Debía comenzar, regresar a la librería de Óscar Porral y revivir la vida de unos personajes a los que ya conocía, en los que creí entrever a Alfredo Conde en alguna de sus desesperanzas y también es sus brumosas bromas, con monjas de nombres impronunciables durante gemidos del amor humano perdonable, si es que alguna vez lo vivieron, o intuyeron. Todo parece dar que pensar que así lo soñó al menos el autor, capaz de asignar mil nombre a una sora y apenas unos apodos a sus compañeros de fatigados corazones rotos.

 

Cada pedazo de corazón debería permitir al menos un enamoramiento crítico y definitivo antes de infartar con aviesas intenciones caníbales, devoradoras de hombres, de recuerdos, de ilusiones.

 

A Alfredo Conde el Premio Puro Cora le llegó al corazón que late joven, como el buen periodismo, bien contrario al que se recrea en el paisaje cotidiano de la vulgaridad. Hay cosas que se distinguen, que se subrayan, que se dibujan en la memoria y que permanecerán para siempre entre las mejores páginas de nuestras hemerotecas. Allariz, Pontevedra, Santiago, Brión, Lugo... el tren va a la velocidad de las décadas, dibuja con sus humos puras justicias y blancas palomas, mientras la vida se desportilla en Cervo..

 

Alberto Barciela

Periodista

Alfredo Conde, XXXII Premio Puro Cora
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