En su maravilloso "Botella al mar para el dios de las palabras", extraído de "La Jornada", México, Gabriel García Márquez habla de sabores, del regusto de la vida, de la naturaleza y de lo natural, y se pregunta: "¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?". Como metáforas encadenas emanan imágenes prodigiosas, el entendimiento mágico de los atributos, y casi como en un tejer de bambucos bailables surge tras las montañas la definición de una brisa caribeña que recorre un país con corazón, Colombia, hasta alcanzar el latir de su cordillera central -con los nevados del Quindío, del Ruiz y Santa Isabel-, allá donde el latido del alma se reconoce, en donde el mundo ha dado en llamarse Pereira.
Es allí, en donde las tierras de Risaralda crecen en vergel, en belleza feraz, en fertilidad generosa y amable, en paisajes de paraíso, en jardines botánicos, en la Cartago americana, en el valle del Cauca, en donde los meandros de las aguas en las que navega la vida se sabe feliz en sí misma, se sabe en las quebradas que adquiere aromas botánicos, se sabe en donde las palmeras de cera, las más bellas y altas del mundo, sostienen el cielo más amable y generoso, casi tanto como sus gentes. Todo sobre el trasfondo de valles del color de las esmeraldas plantas, que regalan gamas de decenas de verdes distinguibles, sobre montañas que se proclaman en cordilleras, sobre que sobrevuela la sal nutricia que fertiliza la jauja de los pájaros más exóticos y hermosos, d ellos monos más chillones.
Uno ha de despertarse a cada instante, incrédulo de sorpresas. Uno tienen que dejarse deslizar entre manantiales, ríos, cascadas, balnearios, aguas termales, lluvias desacostumbradas a la incomodidad, de una oportunidad tal que semejan el riego por aspersión mejor concebido. Y uno entiende con envidia sana a los nativos, a los indígenas que cultivaron durante años aquellos parajes de ensueño y neblinas, sin molestar a nadie, hasta que los molestaron a ellos, en su recogimiento natural, en su oferta enterrada en vasijas en las que guardaban sus dioses y sus propias cenizas, el brillo de la tierra que los conquistadores torvos confundieron con un tesoro, con el oro de la ambición que trastocó la fe en codicia, los idiomas indígenas en español -el único regalo, además de un Cristo incomprensible para los nativos-, todo como oferta para unos reyes lejanos tras el mar inalcanzable, convertido hoy en un tesoro Quimbaya, oprobio diría yo, casi olvidado en el Madrid de Castilla. Nuestra Señora de la Pobreza o la de la Paz nos perdonen antes de devolver a Colombia los dioses de su auténtico cielo.

Los nombres suenan a música, saben a café y a caña de azúcar, a proximidad y lejanía, a verdad de sus tribus con sus particulares culturas, al ir y venir bamboneante de la historia del más aquí o del más allá, donde todo es transitable, cambiante, próximo y lejano, según la voluntad de los constructores de caminos o ferrocarriles. Los nombres de los lugares resuenan confusos en su hermosura, como los truenos de tormentas que parecen lejanas sobre la cordillera central, pero que retumban sobre las conciencias de los unos y de los otros, de los propios y de los extraños. Acá Pereira, con Caldas, Dosquebradas, La Virginia; allá o más lejos Popayán, Almaguer, Caloto, Cali, Roldanillo, Buga, Palmira, Cartago -con Guanábano, Guayabito, Modín, Piedra de Moler, Quindio, Zanjón, Cauca, hasta una Zaragoza-, Tuluá, Toro y Supía; Filandia, Circasia y Salento.... Comunidades, cacicazgos, quimbayas, Provincias unidas, ciudades confederadas, estado federal, estados unidos, confederación, departamentos, regiones, área metropolitana... nombres caprichosos y volubles pero en el fondo una historia única, común, para una geografía de maravillas, siempre generosas, de valles y vaivenes, pese a todo, pese a todos, pese a tantos ajenos y ambiciosos.
Bañada por los ríos Cauca, Barbas, La Vieja, Otún y Consota, con sus numerosos afluentes, Pereira, conocida como «La querendona, trasnochadora y morena», «La ciudad sin puertas» o «La perla del Otún», es el centro del Triángulo de Oro (Bogotá, Medellín y Cali), ha cobrado gran relevancia, especialmente en el ámbito del comercio, ganadería y caficultura. Sobre todo subyace el poso del "civismo", "un proyecto ideológico cargado de fuertes concepciones morales que trascendían de las virtudes individuales al celo colectivo a favor del progreso material y espiritual-moral de la ciudad. Eso explica la pervivencia de la distinción, el recato, el altruismo social y la visión progresista que comparte la sociedad. Se trataba de llevar a cabo una labor educativa civilizadora con miras a imponer una serie de valores y de prácticas al conjunto de una convivencia en tránsito hacia la modernidad en un sentido vertical, uniforme y hegemónico, sobre una población predominantemente campesina y con altos niveles de analfabetismo". Digan lo que digan, se les nota a los naturales en una amabilidad inusual, espontánea. No hay mejores anfitriones en el mundo, trasciende en la ética, pero también en la estética urbana, que ha permitido a la ciudad un crecimiento sostenido, económico y también cultural. Quizás, sin percatarse, dieron con el mejor sistema educativo, colectivo, social, participativo, que nunca ha existido.
Es difícil relacionar todas las grandes infraestructuras que han hecho de Pereira el centro del eje cafetero y un modelo de desarrollo urbano: el Aeropuerto Internacional Matecaña, el viaducto César Gaviria Trujillo, el megacable, sus numerosos centros de salud, el Centro de Convenciones y Exposiciones ExpoFuturo, bibliotecas, museos, hoteles urbanos y rurales, instalaciones deportivas, el planetario y el Jardín Botánico de la Universidad Tecnológica de Pereira, uno de sus prestigiosos centros educativos. La oferta de servicios ambientales, la diversidad biológica y un paisaje único, andino, son características que hacen del territorio un lugar apto para la práctica del ecoturismo, en lo que ha de reseñase de forma muy relevante actividades prodigiosas como el citado avistamiento de aves o de manadas de monos aulladores, cuyos aullidos se pueden escuchar a kilómetros de distancia.
Pereira, que también es conocida por su vida nocturna, debido a sus bares y discotecas, puede calificarse como la tierra del civismo con aroma a café, una colección de verdes únicos y de gentes jóvenes, pujantes, educadas, anfitriones excelsos que regalan abrazos y sonrisas, algo que el mundo necesita y el turismo, la industria de la felicidad, demanda. Allí he probado, por sugerencia de las palabras de Gabo, un café que sabe a ventana con vistas sobre la selva pura, un pan que sabe a rincón amable, y una fruta que sabe a abrazos inolvidables de Andrés, Juan, Roberto, Jose Fernando Ballesteros, Alba, Nicolás, Angélica, Axela, Yago, Pedro, Gabriel, Carlos, Pablo, Marino y de tantos otros seres anónimos que solo un beso hermano puede abarcar.
Alberto Barciela
Periodista