¿Adonde podríamos ir? Yusuf nos iba informando de las decisiones que tomaba, junto a Hansen, el japonés y el vietnamita. El combustible podía ser suficiente para llegar a África en pleno día, mientras intentaba activar el radar. Si lo lograba, podríamos aterrizar en Mombasa dentro de unas horas. ¿Y si no lo lograba? Había que esperar, dar tiempo al tiempo.
Pasó otra hora hasta que Yusuf nos volvió a informar. No había modo de restablecer la conexión con algún punto de la tierra. Lo había intentado todo y no había podido comunicarse con ninguna torre de control. Era un peligro volar en esas condiciones, además el combustible duraría poco tiempo. Había decidido amerizar en el océano Índico, cerca de unas islas que forman el archipiélago de Chaos, para que tuviésemos la oportunidad de aproximarnos a tierra firme.
Las azafatas, de vuelta a su trabajo, nos explicaron las instrucciones sobre el amerizaje. Teníamos que conocer bien el uso de los chalecos salvavidas. Aunque lo hemos oído cientos de veces al inicio de cada vuelo, lo normal es que no hayamos prestado atención por creer que nunca lo usaremos. Señalaron el lugar de las puertas de emergencia y el modo de abrirlas. Hubo manifestaciones de histeria por parte de algunos pasajeros. ¡Qué menos, cuando las noticias eran cada vez peores y teníamos muchas más posibilidades de morir que de seguir viviendo! De momento nos habíamos librado de ser bombardeados por el ejército del aire vietnamita, camboyano e indonesio. No hay que olvidar que habíamos sobrevolado varios países conflictivos sin contactar con sus torres de control.
Hellen pidió la palabra para aconsejar que cada uno pidiese ayuda a su Dios y recomendó a los agnósticos que se comportasen como si Dios existiera. Pidió varios minutos de silencio para que cada cual pudiese rezar.
Se acercaba lo inevitable. No quedaba más remedio que amerizar en el océano Índico, en plena noche. Aquella era la situación más extrema que habíamos vivido. El avión fue bajando poco a poco hasta tocar la superficie del mar. Digo “tocar” porque esas fueron las palabras de Yusuf, pero en realidad dio un golpe espantoso, que no tuvo graves consecuencias porque estábamos todos sujetos por el cinturón de seguridad. Incluso Hansen, el japonés y el ex legionario habían vuelto a sus respectivos asientos. El piloto y sus dos aliados seguían maniatados. Aunque aquello los condenaba a una muerte segura, no se podían arriesgar a liberarlos. Después del golpe, y con ayuda de las azafatas, se abrieron las puertas de emergencia, se echaron al agua unas colchonetas y salimos con nuestro chaleco salvavidas antes de que ardiese el avión. Hubo gritos, empujones y todo lo que uno se pueda imaginar en esa situación angustiosa.
Yo caí en el agua, con el chaleco salvavidas hinchado. Era de noche y el agua estaba fría. Me alejé como pude de las llamas que empezaban a verse sobre la superficie del mar. Se oían gritos de la gente que llamaba a sus familiares o simplemente gritaba ante el horror de la situación. Nunca pensé que moriría ahogada en aquellas condiciones. De pronto choqué con algo que flotaba. Era una colchoneta salvavidas, y la agarré con todas mis fuerzas. El mar me iba llevando lejos del incendio. Los gritos disminuyeron poco a poco, hasta que dejé de oírlos. ¿Estarían todos muertos? ¿Sería yo la única superviviente del avión?
Por fin logré subir a la colchoneta. Allí podría pasar muchas horas, dejándome llevar por el agua hasta que llegase la muerte. La negrura de mis pensamientos estaba en consonancia con la total oscuridad de la noche.
No tardó mucho en salir el sol. Entonces pude ver una costa a lo lejos. Lo que no logré ver fue un resto del avión o algún otro pasajero. Estaba yo sola, en medio del océano. Tenía que llegar a la costa sin remos y no era capaz de nadar una distancia tan grande. Todo dependía del viento, que me podía acercar o alejar del objetivo.
De pronto llegó una ola inmensa que me separó de la colchoneta y me tiró al agua. Nadé con toda mi fuerza para alcanzarla, pero llegó otra ola mayor que me lanzó más lejos. Perdí el conocimiento y lo recuperé al cabo de un mes en una isla desconocida, con una gente que hablaba un idioma extraño. Se habían borrado de mi memoria todos los sucesos de mi vida. No sabía quién era ni el motivo de estar allí. Los habitantes de esa isla me ayudaron a sobrevivir y yo les pagué su ayuda durante años, cuidando a los niños mientras sus padres trabajaban. Hace dos semanas un avión amerizó cerca de la isla donde yo vivo y ese suceso me recordó la caída del avión donde yo viajaba. De pronto vinieron a mi mente los sucesos de aquel vuelo con todo lujo de detalles. De pronto supe quién era y por qué estaba allí.
Creo que es mi deber escribir lo que ocurrió en ese avión que todos siguen buscando. En ausencia de algún otro testigo que lo haya vivido, ofrezco mi testimonio después de nueve años.