En Ecuador, la violencia se nos fue metiendo día a día, al principio, como lluvia por una gotera imperceptible, luego inundó la casa como aguacero a través de un techo descuidado y ahora es un huracán que se lo lleva todo. Poco a poco, la narcoviolencia fue entrando en nuestras casas, en el diario vivir de los ecuatorianos, los que solo hace un par de décadas nos jactábamos de que Ecuador era una isla de paz.
Nos descuidamos. Creíamos que la violencia estaba lejos, en la ficción nomás. Era un asunto de películas, de las series, de las telenovelas que cada noche fueron mostrándonos cómo era ser narco. Y tan malo no parecía. Conseguías dinero fácil, vivías con grandes lujos, te vestías bien, te respetaban, te temían. Para enfrentar a los enemigos, contratabas un ejército y ya. Veías al protagonista salir desde abajo, desde la pobreza, desde alguna marginalidad y desde ahí creaba un nuevo poder, uno más grande que aquel de los poderosos de abolengo, siempre tan indolentes. Esa ética y esa estética se fueron, de a poco, normalizando, volviéndose paisaje cotidiano, reconocible, imitable. Fueron calando hondo, entre comercial y comercial.
Nos descuidamos. Creíamos que la narcoviolencia real, no la de la ficción, ocurría en otros países. Unos muy cercanos, otros más alejados, pero en cualquier caso fuera de aquí. Las fronteras nos protegían; sí, las fronteras, esas líneas imaginarias. Pero justo allí, en especial en la frontera norte de Ecuador, la lluvia del narcotráfico se metió por una gotera cada vez más grande y fue inundándolo todo. Una gotera creada por la ineficiencia, cuando no ausencia del Estado en los aspectos clave de la eduación, la salud y el empleo. Los estupefacientes se fueron filtrando de a poco por esa porosa frontera. Las autoridades repetían ante las cámaras y ante los electores: “solo somos un país de paso de la droga”, como si serlo no fuera ya muy grave. El problema realmente duro, nos insistían, estaba allá donde la producen. Allá es donde se matan por el poder. Allá es donde se secuestra, donde se extorsiona. Acá no, acá hay que detener cargamentos. Y quizá era cierto. Pero el narco lo único que no sabe es parar. Entonces, necesitaba mejorar ese tránsito, con control de puertos, carreteras, pistas aéreas… Necesitaba garantizarse impunidad, controlando juzgados y cárceles. Y vio que podía conseguir eso con dinero, total, le sobraba. O con amenazas, total, le faltaban escrúpulos. Pero vio que era también muy conveniente hacerlo cooptando el poder político y judicial; total, le sobraban dinero y amenazas.
Nos descuidamos. El narcotráfico siguió avanzando. Si ya tenías el mejor país para el tránsito de la droga hacia los grandes mercados, ¿por qué no crear también un mercado local? Y así, los niños y jóvenes fueron buscados en escuelas y colegios para convertirlos en consumidores y en microtraficantes, dependientes de la droga que necesitan vender para, a su vez, tener dinero para consumir. Y las guerras de la bandas locales que disputan el control de ese negocio de hormiga llegaron a los barrios, a las mimísimas puertas de nuestras casas. En muchos hogares, las madres ven cómo sus hijos quedan atados, quizá para siempre, a unas bolsitas que cuestan un dólar o poco más, con mínimos gramos de droga que deben vender o consumir para seguir vivien… perdón, muriendo.
Nos descuidamos. La violencia se nos fue metiendo en las casas y en la vida pública y fuimos construyendo el país de la pelea. Hubo quien hizo de la confrontación una forma de gobernar. El pobre debía enfrentar al rico explotador, el sur empobrecido al norte hegemónico, el progresista al neoliberal, el militante al periodista mentiroso, el patriota al alienado. En medio de discursos de progreso y bienestar, un Presidente rompía periódicos, insultaba adversarios, denostaba a políticos de otros bandos… todo por cadena nacional y, ciertamente, con el aplauso de la mayoría. Y así, conseguir el poder para imponerse sobre el otro se volvió en la tarea de la política. Más que el divide y vencerás, se trató del aniquila y vencerás. Y si el Presidente lo hacía, cualquiera podía. Pero no solo sus seguidores, sino también sus opositores. Y entonces, el viceversa reinó. Los liberales contra la izquierda ratera, los generadores de riqueza contra los tirapiedras, el norte desarrollado versus el sur fallido, el periodista contra el político que siempre engaña. Después, cualquier campo de confrotación era posible: el ecologista comprometido versus el extractivista ambicioso, o el petrolero responsable contra el ambientalista dogmático. Fuego contra fuego en cualquier tema. De eso se ha tratado las relaciones sociales y políticas en el Ecuador de los últimos 15 años. Siempre, descartando la razón del otro.
Y les hicimos el juego. Nos volvimos una sociedad de buenos y malos. Yo, por supuesto, soy el bueno, nunca el malo, soy el que está siempre en lo correcto, el que tiene para siempre la razón. El otro, el otro es el malo, el equivocado, el retrógrado, el bobo, el ingenuo, el malhechor, el tipo de mala fe. ¿No me cree? Revise cualquier declaración política en Ecuador en el último año. Verá que el formato del discurso, sea de la tienda política que sea, es: nosotros, los buenos, hacemos lo correcto y venceremos a los otros, los malos, los que actúan de forma deshonesta. Y eso que se magnifica a diario en la política se experimenta también en la ciudadanía, que muchas veces no se identifica por aquello con lo que está a favor sino por aquello con lo que está en contra. Esto no es lucha de clases, son luchas de toda clase.
Y nos equivocamos. No comprendimos el estado de penetración del negocio narco. Así, cuando en marzo del 2018 grupos armados de Colombia secuestraron a un equipo periodístico del diario El Comercio sus colegas pensábamos que era cuestión de resistir, de esperar a que las negociaciones transcurrieran para tenerlos de vuelta. No, no les convenía matar a periodistas que nada tendían que ver en su guerra. No, no los matarían; no teniendo en cuenta que el país entero estaba pendiente del caso, que había una movilización generalizada pidiendo su libertad… Pero sí, los mataron. Mataron a Efraín Segarra, a Javier Ortega y a Paúl Rivas, compañeros inolvidables. Su asesinato nos mostró que el narcotráfico con sus largos tentáculos estaba dispuesto a todo para mantener su poder. De eso pasamos a más amedrentamientos contra la prensa, a amenazas contra candidatos, a asesinar a autoridades elegidas en las urnas y, ahora, al magnicidio de Fernando Villavicnecio, candidato presidencial.
Y puede ser que haya otros que se estén equivocando. Quizá quienes azorados ven este drama ecuatoriano, allá desde Europa por ejemplo, compartan este dolor, pero al final del día digan, como nosotros dijimos, “es algo que está lejos”. Y no se den cuenta de que los vientos que traen la tormenta al Ecuador soplan, en buena medida, desde Europa. Son vientos cargados de euros, de dólares, proveniente de personas capaces de pagar increíbles cantidades de dinero por un polvo blanco del que dependen para estar bien, para divertirse o para satisfacer una adicción enfermiza que les consume la vida. Todo para beneplácito de los narcotraficantes que, con tanto dinero, siguen creando países de gente que solo ve como solución irse. Pero, ¿adónde? A EE.UU., claro, o, por supuesto, a Europa, lugares donde quizá les cueste mucho entrar, donde talvez no sean bien recibidos y donde, por tanto, irá anidando la violencia, creciendo de a poco, copándolo todo, de forma imparable.
¿Hay otra salida aparte del éxodo? La más pacífica es que todos dejen de consumir drogas, pues el consumo mantiene este criminal negocio. La más completa es que el Esatdo haga su papel, que haga presencia con sus instituciones para dar oportunidades reales, positivas a los niños y jóvenes, en especial en las zonas de frontera. Pero ese parece ser el concurso de cuál solución es la más utópica.
Quizá deberíamos empezar por ya no descuidarnos, por entender mejor lo que pasa a nuestro alrededor, en nuestro país, en nuestro continente, en nuestro mundo. No mirar para otro lado sino de frente a esta muy dura realidad para cambiarla, no solo para soportarla.
Carlos Mora es periodista ecuatoriano, secretario general de EditoRed