Es bueno detenerse bajo el aparente silencio, al amparo de la sombra de un inspirado libro. Resulta reconfortante toparse versos de ritmo penetrante, que retumban con la discreción del orballo, casi silente pero musical, dejarse humedecer de placer enternecido. Es gratificante viajar al paraíso inspirado por autores conocidos. Descubrir, como inéditos para mí, a exploradores de la palabra, guías a cumbres nunca antes alcanzadas, o retomar al hilo de un cuento mil veces hace tiempo ya recalado que me transporta a las mil y una noches.
Es positivo derivar en los rumbos que reclama, como evasión, este estío abrasador, abochornado por un clima elevado, de desesperanzas sociales. Uno pretende pocos aullidos, reivindica sí el refugio de la voz de pensamientos afortunados, el poder discurrir por vidas imaginadas con sutileza, o divagar por ciudades inspiradas, existentes o inimaginadas, o pasear por caminos de tramas laberínticas que se hacen nudos pero que se desenlazan en un final, pueda que inesperado pero no eterno como la política que nos inunda.
Uno lee y se confirma, se siente ser uno mismo y entiende a los otros, todo gracias a la creatividad ajena al mundanal ruido. Afortunado el que sabe zambullirse en adjetivos y requiebra párrafos clarividentes, escritos hace milenios o apenas hace un instante. El verano permite chapuzones, necesarios, refrescantes, inspiradores. Es el tiempo sin tiempo, sin trepidaciones, sin sometimientos a disciplinas rutinarias, pese a las noticias abracadabrantes, que nos abrasan y nos surmergen en sus olas tempestuosas, en ahogos de lo cotidiano inasumible. En plena canícula todo lo tamiza una ligera brisa o una siesta reparadora tras una buena lectura.
Es bueno descansar, al menos por un tiempo, de tantas nadas llenas de cosas, de esas que nos distraen como si fuésemos coleccionistas incompletos de lo que en verdad importa: la salud, la familia, los amigos, los valores. Es posible que tengamos casi todo lo material, pero si no disfrutamos la vida que puede abrazarse, discutirse con cortesía y humor, si no reparamos en contar historias amables a los niños, estaremos desistiendo de una misión muy principal, dejando a lo artificial, inteligente o no, lo que nos corresponde legar como seres humanos. Somos parte de una narración incompleta, un eslabón necesario del relato.
Es por todo lo que precede por lo que acabo de besar a mi mejor amiga, de llamar a algunos amigos, entregado a ello como si fuese el postrer saludo, la última oportunidad, pues como acabo de releer a Charles Bukowski, sé que “dentro de un abrazo puedes hacer de todo: /sonreír y llorar, renacer y morir. / O quedarte quieto y temblar adentro,/ como si fuera el último."
También me he dejado seducir por Ernesto Sábato, al reconocer “cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, nos cruzamos con aquellas que, de alguna manera, poseían las tablas de nuestro destino, como si hubiéramos pertenecido a una misma organización secreta, o a los capítulos de un mismo libro”. Nunca, como decía el argentino, “supe si se los reconoce porque ya se los buscaba, o se los busca porque ya bordeaban los aledaños de nuestro destino."
Soy consciente de que “… no es sólo que he venido muriéndome, es que se han ido muriendo, se me han muerto los míos, los que me hacían y me soñaban mejor. Se me ha ido el alma de la vida gota a gota, y alguna vez a chorro”, como recuerda Miguel de Unamuno. Evoco a mi padre y a tantos amigos…
Inesperadamente, entre el follaje, el consuelo me atrapa como la hiedra, llega del autor más desasosegado, de Fernando Pessoa, cuando me susurra “estoy cansado, claro, /porque a esta altura uno tiene que estar cansado./ De qué estoy cansado, no lo sé;/ y de nada serviría saber lo,/ porque el cansancio seguiría igual./ La herida duele porque duele,/ no en función de la causa que la ha abierto./ Sí, estoy cansado/ y un poco sonriente / de que el cansancio sea sólo esto:/ ganas de dormir en el cuerpo,/ deseo de no pensar en el alma/ y por encima de todo una transparencia lúcida/ del entendimiento retrospectivo…/”. Mientras lo leo, lo siento próximo, me identifico con sus ideas, le ofrecería mi afecto a su soledad, a esa que tanto nos tiene regalado.
Por eso creo, como comencé diciendo, que es bueno detenerse bajo el silencio, al amparo de la sombra de un buen libro, de palabras de aspecto inconsecuente, en la oportunidad de la lluvia invernal que trajo hasta mi los libros que busqué en las editoriales y que ahora, que tengo tiempo, releo o recupero, como el del argentino Juan Font, o el de Juana de Irbarbourou, la gallega uruguaya que mejor entendió a Rosalía, la que proclamó: “Llueve, llueve, llueve,/y voy, senda adelante,/ con el alma ligera y la cara radiante,/sin sentir, sin soñar,/llena de la voluptuosidad de no pensar.” Así quiero seguir. Es verano y en los libros refresca una vida que necesita resetearse, quizás sea la balsa que nos lleve hasta la isla del tesoro, o a navegar junto a Ulises o el Capitán Nemo, o al planeta de El Principito, o a caminar con Don Quijote y Sancho Panza,en medio de un naufragio casi inevitable de esta civilización que parece de nuevo embrutecida tras no saber leerse a sí misma.
Alberto Barciela
Periodista