(28 de marzo de 1936-13 de abril de 2025)
En su discurso, pronunciado bajo el título de Elogio de la lectura y la ficción, en el acto de recepción del premio Nobel de Literatura, en Estocolmo, 7 diciembre de 2010, sentenció que “la literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez”.
Mario Vargas Llosa sabía de lo que hablaba. Su hilo conductor tejió y destejió, con la paciencia de una Penélope, la red de salvación de una sociedad que no debería dejarse intimidar, según él, por “quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización”.

Y hasta aquí ha llegado el hombre, el escritor eterno permanecerá con sus aportes consistentes de inteligencia, para defender “la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.”
La validez de esos pensamientos de Mario, condensa toda un firme discurso de compromiso con la verdad en tiempo siempre presente, en la confrontación de los días de siempre, en la búsqueda incesante de manantiales con los que saciar a los sedientos ciudadanos inquietos, lectores atentos de quien ha sido uno de los más grandes personajes a los que he tenido el gusto de conocer y con el que he coincidido en diversos momentos.
Como dejó escrito Flaubert, “escribir es una manera de vivir”. Vargas Llosa lo hizo deglutiendo con ilusión y alegría, “y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias”.
Las palabras, siempre las palabras, esos conjuros mágicos que formulan la pócima con la que salvar las inevitables circunstancias, con las que expresar propuestas y soluciones.
Él se convirtió en el personaje de una biografía en la que se llega “a sentir el vértigo” similar al que podría conducirnos a “una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración.” En eso mismo consistió su vida real, su deambular por el laberinto mundano, “con más dudas que certezas”, con la valentía de confesar cada una de sus perplejidades ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional. Incluso de sus propios avatares, no siempre exentos de polémicas. De eso hablaba no pocas veces con amistad con una íntima amiga común, Nélida Piñón.
Ahora, en la madrugada que apenas amanece con la ingrata noticia, mientras releo su urgencia su discurso primordial, el que pronunció en la Suecia a la que lo aupó Carmen Balcells, entiendo mucho mejor la profundidad de los pensamientos ya expresados con preclaridad, válidos y vuigentes, en aquella ceremonia magnífica y privilegiada ante reyes casi medievales: “Un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños. De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará.”
En la literatura le encontraremos siempre proclamando algo que nuestra contemporaneidad reclama a gritos, pues ella “introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.” Sus palabras son mejor legado, su mejor in memoriam, en ellas te reencontraremos de forma eterna, querido Mario, para consolarnos de este desencanto utópico que nos rodea.
Alberto Barciela
Periodista