La inmortalidad es una palabra que adquiere verdadera significación, con pálpito sexista, en su segunda acepción del diccionario de la Real Academia Española: Duración indefinida de algo en la memoria de los hombres. Si son correctos, en su acta de la defunción física se inscribirá Antonio Ángel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos, si bien todos sabemos que Antonio Gala permanecerá en la memoria culta y elegante como el nombre imperecedero de un autor español inmortal, de un polímata curioso y abastonado, semántico, de origen manchego, quijotesco, conocido y vocación andaluza, de un ser que fue y que será, de una criatura que supo crear y ser tártrico en su declinar físico, tan lento y elegante como su decir elevado, de palabra, oral y escrita, con una inusitada capacidad de deslizamiento de hermosa compostura, erizante, a veces provocador, conmovedor siempre en la belleza y en los hallazgos de sus composiciones y de su compostura.
“El escritor, muchas veces, es como un caballo de carreras que ha perdido su jinete y ya no sabe por qué está corriendo ni dónde está la meta y, sin embargo, se le exige seguir corriendo aunque no sepa ni hacia dónde ni por qué razón.” Eso dijo don Antonio, eso escribió, eso mismo le escuché la tarde en que le conocí, hace decenas de años, cuando al percatarse de que un joven periodista le había observado durante minutos, mientras permanecía apoyado en su bastón y, como indiferente al lugar y a al mundo, observaba una temprana e inspiradora luna llena, absorto en admiración y mística, conmovido por quien gozó del privilegio de saber admirar para luego contar, con requiebros alados, sin sobresaltos, el instante mismo. El lugar no pudo ser más banal ni tampoco convertirse en mejor recuerdo para un novel plumilla. Sin saberlo, el poeta me enseñó a observar la naturaleza en sus detalles aparentemente ínfimos, sugerentes al fin. El potrillo comenzó a cabalgar tratando de imitar al maestro, trotando en lugar de correr, pero disfrutando.
La literatura, la vida, la imaginación son invenciones que caminan juntas en paralelo a detalles que se convierten en huellas apenas perceptibles pero indelebles, y que Don Antonio sabía encontrar, y soplar, y hacerlas volar como una cometa, con libertad y afán de encuentro, con palabras que se hicieron prosa, poesía, teatro, ensayo, artículo, pensamiento, hilos, rosas de papel en las que cupieron todas las primaveras, esbozadas sobre pergaminos astutos, delicados en sus formas y fondos, acogedores, precisos y conciliadores
Aquella tarde de madrileña primavera, en tanto un domingo se dejaba deslizar hacia el ocaso, don Antonio, me indicó como sostener la ilusión en “esta sociedad que nos da facilidades para hacer el amor, pero no para enamorarnos”. En ese mismo momento comenzó a revelarme que “la felicidad es darse cuenta que nada es demasiado importante.” Ahora sé, que siquiera ha de poder ser transgresora de nuestra relación cordial la muerte física de un pura sangre.
Del autor aprendí a vivir, “no de acuerdo con los ideales recibidos”, sino con las aspiraciones, con las intuiciones más vehementes, ardientes, pasionales, impetuosas, tan impulsivas como el trascender, ese mismo que, en el sistema kantiano, permite traspasar los límites de la experiencia posible o, si se quiere, nos impele a penetrar, comprender, averiguar algo que está oculto: lo misterioso.
Hoy sé, por aquel mismo ser que una tarde observaba como atónito el universo, que “vivir no es respirar, no es tener un horario”, que “vivir es palpitar, sorprenderse, amar”, y sé que sus escritos serán siempre una pértiga que me permitirá dar saltos inimaginables en el espacio y en el tiempo, que serán “el testigo de la más hermosa carrera de relevos: un infalible e íntimo amigo silencioso”, que él ya estará ahí para siempre, inaugurando el mundo cada día, nombrando lo insignificante trascendente, y enseñando a cabalgar por este sinsentido como un verso suelto a cada uno de cuantos le seguiremos admirando entre las estrellas. Palabra
Alberto Barciela
Periodista