Menuda papeleta. No basta un sí o un no, hay que optar por el silencio, la abstención, o la manifestación sobre unas siglas que ya no parecen representar a ninguna ideología. Un delicado pétalo separa una decisión trascendente, cuyo resultado puede marchitarse en poco tiempo. En la decisión no impera la calidad, ni la autoridad académica, la relevancia social o la experiencia, a la individualidad se impone la mayoría, que incluso puede resultar insuficiente y dar lugar a pactos deslegitimadores de la voluntad del pueblo. El resultado es inapelable, nace de los ciudadanos cuya decisión se transfiere en papel no pocas veces mojado. Usted decide, ellos acuerdan.
La decisión de los muchos no tienen por qué coincidir con la racionalidad, el sentido común, y la necesidad de los tiempos, al contrario, los interpreta, los altera, los supera, los confunde. Una parte manda sobre el todo y en teoría lo administra entre discrepantes. La papeleta es versátil: sirve para hacer un barco de papel y navegar en un charco, para elevarse a los cielos cual avión infantil, o para elegir entre decisiones preconcebidas en listas cerradas, por ende, en no pocos momentos han cabido más los resultados extraídos de los maletines que de las urnas, esas que están abiertas de ranura y de recuentos.
Uno tiene la impresión de residir en una sociedad de medianías, descosida, políticamente polarizada, inculta, desigual, centrada de boquilla y desestabilizante de bar. Uno cree empequeñecer cuando le consultan lo que opina, mientras asiste absorto y contempla cuanto ocurre como si fuese un alcohólico analfabeto y asocial y vota feliz mientras proclama: “¡Viva la democracia! Me apunto al censo de un sistema maravillosamente imperfecto.”
En México, para ilustrar el apogeo del priísmo, se contaba la anécdota de un indio que, cansado de ir a votar con el sobre cerrado que le daba el patroncito, le pide que al menos le deje ver la papeleta que va dentro. ¿Pero tú no sabes, ignorante, que el voto es secreto?, le contesta el “amo”. !Hay si las urnas hablaran!
El estilo personal, el liderazgo, la notoriedad han sustituido a la ideología. Cada candidato sintetiza un mundo, el suyo. Pocas son las excepciones o muy poco perdurables, las que piensan en el bien común. El prestigio institucional se deteriora a la sombra de las estatuas propias, el movimiento de tumbas ajenas, la ignorancia de memorias históricas, el cambio del nombre de las calles, ignorando los blancos pasos de cebra, como si estuviesen marcadas con rayas rojas o azules, como las tiras de las medallas, pensionadas o no, casi siempre inmerecidas, que deberían caer por méritos propios, como el honor y la gloria pretéritos, paseados en coches oficiales que son un atropello al pueblo que camina lento en aparente estado de bienestar.
Lo que se necesita es desatascar alcantarillas, respetar el pluralismo y la separación de poderes, la coincidencia, dejarlos fluir entre tanta divergencia impostada, aprovechar las oportunidades, acabar con las desigualdades, reconocer el talento y el esfuerzo, permitir la diversidad, gestionar sí la desigualdad en formación y economía, reconocer el analfabetismo con sus nuevas formas -como la digital-, lo que nos define y hace competitivos ante lo global y unificador, pagar el servicio público con generosidad y amputar corrupciones e indultos políticos.
Es España femenina, Madre y Señora como dijo Ramón Cabanillas de Galicia. El Estado es monárquico y, por contra, la monarquía parece irreal, al menos para quienes no respetan las jefaturas del Estado, siquiera consortes, ni a nadie que no piense como él. España es real sí, emérita exiliada o embarcada en sí misma, a dos velas o ensimismada en la conquista del oro americano, pasmada en sus virtudes, que son muchas, y en sus defectos, que se realzan. Aquí, son reales algunos palacios, fábricas de abolengo y servidumbre, proveedores, federaciones y hasta equipos de fútbol, incluso catalanes. España corona sus escudos y la enseña nacional, sin embargo parte del Gobierno constitucional es republicano, y tienen derecho y otras cosas. Una porción singular del pueblo es iliterata, por sabia que sea y por resabida que resulte. Los turistas son una parte sustancial de la economía pendular, inflacionista, como los trabajadores liberados y los inmigrantes socorridos como ocupas.
Como dicen en Chile, en este bendito país, los manifestantes son “el baile de los que sobran” y los huelguista el resto de los ideólogos. Y todo hasta que lleguen Europa con sus ayudas o el Gobierno nacional con sus cargas impositivas, con las que pagar subvenciones o pensiones en el alambre o el sueldo paupérrimo de ministros y parlamentarios, todo mientras se aplican curiosos protocolos de conveniencia, como las banderas. Lo del voto ya se sabe es cosa de pobres, o de castos o de obedientes obligados.
Hay que encontrar una nueva cultura política: más democrática, de mayores consensos, más realista, transparente, próxima a los ciudadanos, que palpite en la calle, en cada empresa y en cada hogar. Pluralismo, diversidad, planes educativos sólidos. Son retos ante rancios abolengos de rutinas parecen formidables, como el que niega a los empresarios pero demanda trabajo.
Somos libres de votar, de botar y de rebotar en nuestros propios males, que en todo caso nos pertenecen y nos hacen conformar el mejor país del mundo, España. Eso creo, casi incrédulo pero convencido. Somos Quijotes y Sanchos. Sí es sí y no es no, ¿o no?. Vale.
Alberto Barciela
Periodista