RELATOS DE VERANO: Misterio en el desván
Una pequeña burbuja de jabón reventó en el aire. Me di vuelta y fijé la mirada en otra que venía. Los múltiples colores que adornaban su brillante redondez salpicaban la atmósfera de la tarde, en que jugaban los niños del barrio. Aún se negaba a morir el día, cuando acariciaba la suave madera del marco de la ventana, mientras lloraba en silencio. Miré a los pequeños de nuevo y comencé a recordar aquella vez en que descubrí el secreto del desván.
Fue en verano, una tarde calurosa y llena de hastío, en que el aburrimiento me hizo coger fuerzas para llevar una escalera de madera hasta el segundo piso, subir por ella y remover la pesada tapa que lo cerraba. El borde del cuadrado agujero estaba cubierto de polvo. Me aferré con ambas manos. Una vez arriba, me di cuenta de que sólo podía apoyarme sobre las vigas al caminar, ya que el piso no estaba revestido. Por la pequeña ventana pude ver que el día ya estaba agonizando. Los gritos de los niños, desde arriba, se escuchaban lejanos.
La vida y yo habíamos hecho, hasta ese entonces, un pacto. Yo le había prestado mi cuerpo para que ella existiera en mí, y ella me retribuiría enseñándome secretos que mantenía ocultos en los pliegues de su gran regazo.
Aquella noche no hubo luna. Parecía como si se la hubiesen robado mil ladrones, soldados de la oscuridad, que con carros y caballos la arrastraron más allá de la cordillera, detrás del crepúsculo. Esto pudo ocurrir en un descuido, cuando se mezclaba con otro astro durante un eclipse.
Encendí un viejo farol y lo puse sobre el marco de la ventana, así la noche no estaría tan oscura, ni las estrellas tan solitarias. El firmamento perdió su luna… ¿Quién se la habrá robado?
Hurgué en las cajas de cartón, llenas de libros, y leí algunos párrafos. Nunca había visto tantos ejemplares juntos, en aquella casa. ¿Qué misterios se esconderían entre sus páginas?
Al tacto, la madera del tragaluz se sentía tibia y agrietada por el intenso sol de la tarde de verano. La brisa a esa hora era cálida y esparcía las pompas de jabón por doquier. Fijé la mirada en una que pasaba a escasos centímetros de mi nariz, y sonreí.
La nostalgia, me regresa nuevamente a mis pensamientos y sigo escogiendo libros, para luego separarlos del resto. Cuando creo que ya no me interesa ninguno, aparece EL ÁRABE, y debajo de éste, del mismo autor, otro titulado EL HIJO DEL ÁRABE. En esa oportunidad no los tomé muy en cuenta, ya que no me pareció atractivo el tema.
Un día cualquiera, después de examinar todo lo que había seleccionado, cogí aquel libro que antes no me atrajo y comencé a leerlo.
EL ÁRABE tenía magia. Me inserté a través del texto, en un mundo nuevo para mí, lleno de aventuras exóticas y misteriosas. Aquellos hombres vestidos en túnicas de color negro aparecían claramente en mis pensamientos. La sangre exaltada de los guerreros que cabalgaban sobre finos potros de bella figura, bajo el sol candente del mediodía, o en la oscuridad de la noche, guiados sólo por la luz de la luna, me parecía algo casi morboso. Eran hombres de fuego. Apasionados, que defendían sus ideales y veneraban sus tradiciones.
El viento movía la cortina, y las sombras jugueteaban por doquier. Pretendo dejar el libro sobre el velador, pero luego me arrepiento y camino descalza sin prisa, sintiendo cada grieta del piso. Me dirijo hacia el desván y subo de nuevo. Arriba estaba muy oscuro. La pequeña ventana se encontraba abierta y me acerqué, pero no pude ver la luna. Apreté contra mi pecho el libro, que aún llevaba. El aire comenzó a tornarse cada vez más frío, y una sorpresiva tormenta de arena lo confundía todo. No se veía más allá de un metro de distancia, aún así empiezo a caminar. Con los ojos semicerrados trato de adivinar el norte. Sigo adelante, hasta que el inmenso frío de la noche consume mis energías. No sé dónde me encuentro y siento miedo. Abro aquel libro como buscando la respuesta, miro al cielo, mas no se ve nada. Los astros se esconden por sobre las volátiles ráfagas de viento y arena. Pronto caigo de rodillas extenuada.
Amanece en el desierto, abro apenas los ojos cansados y llenos de pesares. De pronto veo la luna, delgada, casi transparente en su huida; giro la cabeza hacia otro lado, y ahí estaba el sol: rojo, fuerte y amenazante, y vuelve a mi mente la pregunta: ¿Quién se robó la luna? ¿Fue acaso el sol candente, que en su abrazo la destruyó?
Siento un pequeño ruido, como de algo que se desliza suavemente. Toca mi mano y me quedo contemplando aquella piel morena por algunos segundos, y enseguida subo la mirada hasta sus ojos. La negra túnica que cubría su cabeza me hizo comprender de qué se trataba. El árabe estaba allí, con la misma vestimenta, sus ojos de mirada profunda, su piel morena…
-Es mi hijo- Susurró.
Dos pompas de jabón más, y luego cerraría la ventana. Tenía frio y ya era hora de irse a dormir. El cansancio del trabajo de la semana se hacía sentir. Los niños pronto abandonarían la calle, y el silencio de la noche abarcaría el espacio.
Desperté con la luz del sol sobre los ojos. El libro que la noche pasada había terminado de leer, había resbalado de la cama, estaba en el suelo. Lo puse sobre la mesita de noche, y cogí el que continuaba. Era EL HIJO DEL ÁRABE. Contemplé la portada, abrí el libro y leí la dedicatoria: A mi querida esposa: “No llores cuando el sol se oculta…porque las lágrimas no te dejarán ver la luna”.
Yusef, Siria, 1965.
Marianela Blanco