RELATO: El misterio del avión desaparecido (II)
No se arreglaba nada con gritos o exclamaciones de contrariedad. Era evidente que había que hacer algo, enterarse de qué pasaba, pero nadie tenía experiencia de una situación así. Después de varios minutos de desconcierto, un hombre alto de unos cuarenta años se levantó del asiento, salió al pasillo y en un inglés americano dijo:
—Señoras y señores: Mi nombre es Hansen Coleman y trabajo en Nueva York como empresario. Estamos todos en el mismo avión y vamos hacia el mismo destino. Hemos pagado un vuelo a Pekín y nos están llevando a un lugar distinto que todavía no conocemos. Aunque el comandante diga que no ha habido lucha y que esto no es fruto de un acto terrorista, yo creo que sí lo es. Si él mismo ha desviado el avión de su ruta voluntariamente, habrá que pensar que es él quien está cometiendo un acto terrorista. Debemos pensar entre todos qué podemos hacer. A mí se me ocurren dos cosas: 1) Dejarnos llevar sin hacer nada, limitándonos a ser sujetos pasivos de las decisiones de los pilotos. 2) Entrar en su cabina para exigir una explicación. Esto nos llevaría a dos posibles caminos: aceptar lo que nos dicen o acudir a la fuerza en caso de que nos digan algo inaceptable.
El discurso, que solo podíamos oír los más cercanos, fue interrumpido por una mujer que levantó la mano y esperó a que Hansen le diese la palabra. Se trataba de una británica madura, que se presentó diciendo: Me llamo Hellen Crowley y trabajo en un banco de Londres. Dirigiéndose a Hansen preguntó con serenidad:
—¿De qué modo piensa usted que se puede acudir a la fuerza? Supongo que ninguno de nosotros tiene armas. También supongo que ninguno de nosotros sabe pilotar un avión. ¿Qué tipo de fuerza podemos hacer los pasajeros cuando los propios pilotos han decidido llevarnos a otro destino?
—Estoy pensando en voz alta para animarlos a encontrar una solución —respondió Hansen—. Muchos cerebros discurren más que uno solo y cualquier idea puede ser de interés. En cuanto al modo de aplicar la fuerza, pienso que las armas no son el único método. Si varios pasajeros nos acercamos a la cabina, podemos forzar a las azafatas a que la abran, y una vez allí entablaremos un diálogo con el comandante. Pero quizá alguno de ustedes tenga una idea mejor.
Otro pasajero, ya sin presentarse, opinó que ese diálogo podría conducir a ninguna parte. Y añadió:
—Lo más probable es que el comandante se niegue a decir el motivo del cambio de rumbo y adónde nos lleva. Y en caso de que lo diga, ¿cómo sabremos que es verdad? Y si dijese la verdad, ¿de qué serviría saber que nos llevan a la India, por ejemplo? Estamos en sus manos y creo que no nos queda más remedio que esperar.
Había varios corrillos de pasajeros. Era imposible que uno se hiciera oír por todos los ocupantes del avión, de modo que se organizaron varios grupos para comentar lo ocurrido y tratar de solucionar aquel extraño secuestro.
Poco a poco el cabecilla de cada grupo se iba uniendo al de los otros y acabaron reuniéndose entre ellos para aportar cada uno las ideas recogidas.
Aunque habíamos dado por hecho que ninguno de los ocupantes sabía manejar el avión, la realidad es que había un piloto jubilado de una aerolínea árabe que decía conocer bien el funcionamiento de aviones como el nuestro. Él se atrevía a pilotarlo si fuese necesario.
Las azafatas no habían vuelto a aparecer desde el comunicado de la noticia, como si se hubiesen esfumado. Tampoco habían vuelto a sus asientos los dos europeos que fueron llamados a la cabina.
Después de muchas discusiones y en vista de que el comandante continuaba sin hablar, se tomó la decisión (por mayoría de votos) de que Hansen y el piloto árabe (Abdir Yusuf) fuesen la cabina, escoltados por un ex legionario camboyano y un profesor de lucha libre japonés. Los restantes pasajeros esperamos con impaciencia el resultado de la conversación. Transcurrieron diez minutos, veinte, treinta, una hora. No podíamos imaginar qué estaría pasando en la cabina, si es que habían logrado entrar. De pronto el avión empezó a caer en picado. Hubo gritos terribles. No sé cuántos metros (o quizá kilómetros) bajó el aparato, pero finalmente cesó la caída en el vacío. A continuación, se oyó el siguiente comunicado en inglés americano:
—Señoras y señores, ante el hallazgo de diez azafatas amordazadas y maniatadas, además de la negativa del comandante a explicarnos lo sucedido, hemos reducido por la fuerza al piloto y a los dos pasajeros que lo acompañan. Además, hemos liberado a las azafatas, que de momento descansan en un espacio cercano. Ahora está al cargo del avión el pasajero piloto Abdir Yusuf. Está tratando de contactar con algún aeropuerto al que podamos dirigirnos. Según las coordenadas del avión, estamos en el Océano Índico, en dirección contraria a Pekín.
—Les volveremos a informar cuando logremos el contacto con el aeropuerto más cercano —fueron sus palabras.
Aquello resultaba menos angustioso que estar en manos de los secuestradores, pero todavía quedaba mucho por aclarar. Pasó un tiempo largo sin ningún aviso. ¿No eran dos los pilotos del avión? Nadie había mencionado al segundo. ¿Por qué Yusuf no decía algo? Otro pasajero decidió ir a la cabina para averiguar por sí mismo cómo estaban las cosas. Volvió al cabo de media hora con la cara desencajada. El comandante estaba amordazado, tal como nos había dicho Hansen, pero el otro piloto estaba muerto, tumbado en el suelo.
Cuando nuestros pasajeros llegaron a la cabina, se encontraron a un piloto muerto y al otro hablando con los dos europeos. Hansen se ocupó del comandante (apretándole el cuello hasta casi estrangularlo), al mismo tiempo que el japonés reducía por la fuerza al alemán y el vietnamita hacía lo mismo con el italiano. Las cuerdas que habían atado a las azafatas se emplearon en atar al comandante y a sus dos amigos.
Yusuf se había encontrado el avión con la tecnología de radar desactivada. Estaba volando sin contacto con tierra, sin que pudieran darle indicaciones desde una torre de control. Lo peor es que aquello no había sido por accidente, sino deliberado. Además, Yusuf no podía restablecer las conexiones. No nos decía nada porque el avión no podía dirigirse a una torre de control. No había un aeropuerto donde aterrizar.
Al parecer, el comandante había matado al copiloto y luego, con ayuda de los dos europeos, había amordazado a las azafatas, posiblemente llamándolas a la cabina de una en una, ya que no habrían podido hacerlo con todas a la vez. Habíamos estado en manos de un piloto terrorista (todavía vivo), ayudado por dos pasajeros. No sabíamos si eran kamikazes o si querían sobrevivir.
Hansen trató de dialogar con el comandante y sus dos aliados, pero ninguno de ellos soltó prenda. No hubo modo de saber por qué habían tomado aquella decisión ni qué relación había entre ellos. Todo estaba organizado desde antes de emprender el vuelo. Probablemente desde dos años antes, ya que no parecía casual que esos dos pasajeros volasen con pasaportes robados en Tailandia a un italiano y un austríaco.
Por fin Yusuf cogió el micrófono para comunicarnos que no había logrado contactar con una torre de control. Seguíamos volando sobre el océano Índico, al sur de Sri-Lanka. Si continuásemos volando en el paralelo del ecuador, el avión podría llegar a la frontera entre Kenia y Somalia. Todavía era de noche y la visibilidad demasiado mala para tomar tierra en algún aeropuerto sin ayuda de la torre de control. Hubo un momento en que nuestro avión hizo una caída en picado de muchos metros, con el consabido grito de los pasajeros, cada vez más asustados. Afortunadamente no era por avería ni por falta de combustible, sino por obra de nuestro piloto, que hizo esta rápida maniobra para evitar el choque con otro avión. Estábamos en un espacio aéreo con varios vuelos. Era una locura aproximarse a cualquier aeropuerto sin ayuda de los controladores. De hecho, había intentado aproximarse las islas Maldivas, pero la visibilidad era mala y le pareció demasiado arriesgado aterrizar en esas condiciones.