La sátira
Cada vez me gusta menos la sátira por lo que supone de reírse, de burlarse de alguien. El gran Gila decía: “Detesto la burla. No tiene nada que ver con el humor. Desgraciadamente, muchos no encuentran la diferencia. El humor embellece. La burla afea. Y el mundo es lo suficientemente feo como para que queramos afearlo aún más”.
En el humor, entendido coloquialmente como toda creación intelectual o artística que procura la risa o la sonrisa del espectador, hay que distinguir tres grandes formas: la comicidad, que se dirige a la inteligencia y persigue solo hacer reír, sin ningún otro fin, ni utilitario ni moral; la sátira, que se dirige también a la inteligencia y pretende igualmente la risa, pero a costa de alguien (necesita siempre una víctima); y el humorismo, que se dirige tanto a la inteligencia como al sentimiento, y nos divierte al tiempo que nos emociona, haciéndonos sonreír, no reír. Un buen ejemplo de este humorismo lo encontramos, precisamente, en el Gila que detesta la burla.
Decía que cada vez me gusta menos la sátira por lo que supone de reírse de alguien, pero es cierto que a veces se ríe de algo. Me refiero a la sátira de costumbres, a la sátira social, que satiriza defectos o vicios de la sociedad con una intención más o menos moralizante, para que se corrijan. Pero la sátira suele lanzar sus dardos a los pecadores, más que a los pecados, y muchas veces a los inocentes. Entiendo, y hasta aplaudo, la sátira personal cuando es contra el poder, de abajo arriba. Sin duda, desempeña una función democrática sana y necesaria. Alguien dijo que Inglaterra no ha tenido revoluciones gracias a la sátira. Aunque no es exacto. No ha tenido revoluciones desde la República de Cromwell, a mediados del siglo XVII, que, como es sabido, decapitó al rey Carlos I, más de cien años antes de que los revolucionarios franceses hicieran lo mismo con Luis XVI.
La sátira –digo– me parece aplaudible cuando se ejerce de abajo arriba (puede ahorrar muchas cabezas cortadas de reyes), pero con frecuencia es ejercida de arriba abajo, contra las víctimas, lo que me resulta sencillamente repugnante. Pienso, por ejemplo, en esos chistes contra (que no “sobre”) Irene Villa y su madre –mutiladas vilmente por ETA– que les gusta tanto contar, disfrazándolos de humor negro, a muchos autotitulados progres que presumen de superioridad moral. También existe, por supuesto, la sátira horizontal, la que va de derecha a izquierda, o viceversa. Y también me gusta cada vez menos, porque me parece que últimamente ha sido secuestrada por ciertos sectores políticos cada vez más sectarios que arremeten contra todo aquel que piensa diferente, pero se ofenden muchísimo si alguien se atreve a hacer la menor broma más o menos maliciosa sobre ellos. Para decirlo de una manera más clara: cada vez que cojo un ejemplar de Mongolia o de El Jueves, se me cae de las manos porque las víctimas de su sátira son siempre las mismas y los argumentos también. Todo muy “divertido” y muy cansino.
Decía que cada vez me gusta menos la sátira por lo que tiene de burla. Debe de ser –quiero creerlo– que a medida que me voy haciendo viejo tengo más humildad para reconocer mis defectos y más compasión para ser comprensivo e indulgente con los de los demás. Porque nadie que sufre es odioso. Ni risible. Por eso cada vez me gusta más el humorismo, porque el humorista sonríe más que ríe; ríe por no llorar más que por reír; se ríe de sí mismo más que de los demás; y ayuda a los otros a reírse también de sí mismos.