El refugio de la tribu
El ser humano ha de saber encontrar sus refugios. Esclavo de las circunstancias, de la actualidad extenuante fruto de la policrisis -guerras, catástrofes climáticas y naturales, pandemias, aprietos económicos y financieros, etc-, conocedor de la reiteración de sus errores como especie, conmovido por lo irracional, aterido por tantas circunstancias extremas, imbuido de excesos de lo negativo, ha de saber encontrar la senda de retorno a la tribu de las pequeñas cosas, de lo comprensible, asimilable, alcanzable, lo que ante tanta desesperanza pueda otorgarle un mínimo de sosegante optimismo, de perspectivas ilusionantes. Estoy persuadido de que intentar recomenzar, recapitular, reflexionar en lo próximo nos permitirá comprender la irracionalidad que nos circunda y ponderar la avasallante avalancha, el alud, de información incontrolada, cierta o no, intencional o no, contrastada o no, que inunda nuestro aparente bienestar local y, por supuesto, cambiar algunas percepciones sobre aquello en lo que no podemos influir y que tanto nos afecta.
No se trata de desimplicarse, lo que resulta imposible, pero sí de tomar aliento en un paseo por la ribera de lo abarcable, de lo reconocible, de lo asumible. Para después, en la medida de lo posible contribuir al bien común. Más que la geoestrategia mundial hemos de ocuparnos pues de la táctica personal, de la local, de la convivencia en la aldea, en el pueblo, la ciudad o la calle, el barrio en los que habitamos. Solo en ellos podremos encontrar un posicionamiento lógico, sensato, posible ante las abusivas exigencias de un mundo global -ya se empieza a hablar de una imprescindible desglobalización- que se nos impone sobre la magia de nuestras pequeñas y entrañables culturas locales.
El maravilloso abracadabra puede comenzar con otear el horizonte de los seres próximos, familiares, amigos, vecinos, y preocuparnos por y con ellos de cuanto nos atañe en el hogar o en el lugar que habitamos. Hemos de renunciar a tantas horas de papanatismo apantallado para volver a disfrutar de un pequeño paseo o compartir unas cañas; por refugiarnos en la conversación, la lectura o el visionado de una buena película no catastrofista -tengo amigos que las comparten para entablar luego un diálogo sobre ellas-; por jugar con los niños... la vida no tienen tantos días, ni ofrece tantas oportunidades como las que se nos ofrecen en estos momentos.
Actuando con la predisposición que les apunto, buscando el refugio de lo próximo y abarcable, en mi caso he recurrido una vez más a la lectura. Esta vez de Miguel Torga, un portugués de aldea - nació en São Martinho de Anta, Trás-os-Montes-, un médico escritor, serio y reflexivo, capaz de diseccionar la vida con humildad, musicalidad de poeta, y perspectivas inmersas en el sentido común. Un ser que trata de ofrecer a sus pacientes, con singularidad a los moribundos -metafóricamente serviría también para sus lectores- el consuelo de la distracción en conversaciones sencillas sobre la naturaleza, el paisaje, un viaje... Narra pequeños gestos capaces de ofrecer ejemplos de solidaridad de los más desfavorecidos, traslada experiencias enriquecedoras y, con claridad expositiva y no sin cierta melancolía, y así es quien de trasladarnos a un universo de esperanzas alcanzables sin mentiras, salvo las piadosas.
En una de esas breves historias, fechada durante una cacería en el Parque Nacional de la Gorongosa, en el centro de Mozambique, en la parte sur del Gran Valle del Rift, un 4 de junio de 1973, dice “por mucho que viva nunca olvidaré la sorpresa irónica de tres mujeres aborígenes, que no entendían ni una palabra de portugués, y la mirada de reojo de un grupo de hombres sentados alrededor de una cazuela de harina de mandioca, mientras nosotros nos dábamos un banquete. Caras extrañas, enigmáticas, en las que mi mala conciencia blanca leía odio y quizás solo reflejaban la instintiva desconfianza de los naturales hacia un semejante que no lo es. Entre mí y aquellos hermanos de especie se abría un abismo infranqueable de quinientos años de anchura. Por muchas vueltas que le diera, allí yo era un enemigo. De nada servía mi deseo sincero de decir una palabra de simpatía a cada uno, de escuchar sus melodías, de acariciar los niños que nos espiaban recelosos desde el fondo de las cabañas. La fraternidad, la poesía y la ternura llegaban tarde o demasiado pronto.” Es un historia cruda, con un trasfondo duro pero dulce a la vez si se sabe extraer la lección, una ambrosía que surge en un Diarios degustables en cada expresión y en cada una de sus reflexiones.
Torga nos regala esta otra imagen, toda una filosofía: “Cansado de llenar páginas de jeroglíficos, me levanto de la mesa de trabajo y me acerco a la ventana para despejarme. Cuando el espíritu resbala en el barro de las abstracciones, no hay nada mejor que apartar las gafas profesionales de ver el mundo y contemplar la realidad a simple vista. Hace bien. Las personas caminan, se saludan, charlan, sonríen; los pájaros vuelan; el sol brilla. Y todo naturalmente, libremente, prácticamente, sin necesidad de darle cuerda previamente y sin finalidades trascendentes. Con una evidencia que dispensa argumentos, queda manifiesto que, dentro de mil, dos mil, cien mil años, habrá, igualmente, gente que caminará, se saludará, charlará, sonreirá, y pájaros que volarán y el sol resplandecerá. Por lo tanto, son poco menos que tontos todos los dramatismos imaginarios. Más que las lamentaciones, las profecías, los pesimismos, las imprecaciones y las desesperaciones en nombre de la vida, lo que cuenta es la serenidad segura de la propia vida.”
En los Diarios hallarán cientos de posibilidades para compartir, contar o dialogar. Son una demostración perfecta de que, más allá de las coyunturas, aún ante las más reales y dramáticas, en las palabras cabe encontrar refugio, consuelo y esperanza. Eso es lo mínimo que espero haber conseguido trasladarles con el apoyo de Miguel Torga, un ateo que creía en los seres humanos y que sabía que el otro existe, aunque no le entiendan.
Paz y bien.
Alberto Barciela
Periodista