La nostálgica vuelta al mundo desde un árbol
Uno busca el matiz entre eternidad e infinito. Y entonces se percata de que solo algunos lugares han permanecido en el tiempo sin someterse a sus límites, quizás por eso las instalemos en nuestro imaginario como paraísos, como lugares recurrentes que bien podrían formar parte de geografías más imaginadas que reales, solo comprensibles en el territorio de la magia, en ese en el que se producen hechos contrarios a las leyes naturales. Ni son no lugares, ni espacios imprecisos, ni vaguedades, ni evanescencias, quizás sean subjetivos en sus percepciones, pero su tangibilidad solo las confunden las nieblas, la vaharina de las nubes, la turbiedad de las percepciones, o la distracción de las memorias.
Venecia, Benarés o Compostela han impuesto a los condicionantes temporales su calmas espirituales, expresadas en definidos matices de exuberante belleza a los ojos del viajero demorado, atento, dispuesto a experimentar la inmersión en la historia, en la caravana civilizatoria, manteniendo la rítmica boga de los siglos, segundo a segundo, paso a paso, sobre las aguas, o encima de la piedra, atento a las creencias o vadeando con sencillez un río o una dificultad.
Y se puede citar a Roma, Lisboa, La Habana, México y situar en ellas imperios, pueblos sometidos o conquistados, naves o ingenios, pirámides o catedrales, dioses y paganismos, pues en cada una ha de hallar cada uno sus propias motivaciones. Todos los hilos le unirán a las Cometas de Catay enraizadoras metafóricas de todos los principios y también a un utópico final que será común. En el tránsito hacia el pasado o en la previsión futura, disfrutará los colores, acentos, ritmos y aromas, con sus prodigios de comunidad cultural y humana. Y, entre tanto, las circunstancias impondrán experiencias distintas, distantes o cercanas, múltiples o individuales, gozosas o terribles, pero el sol de Sidney habrá de seguir siendo el mismo que el de Buenos Aires o Moscú.
Entusiasma lo diferente, lo que somos capaces de percibir con una mirada distinta a nuestra forma cotidiana de observar. Nos exalta lo que consideramos exótico, el comportamiento de los bárbaros, el actuar de los extranjeros, de manera recíproca nuestras extrañezas provocan su curiosidad. Pero sabemos que las tradiciones han descendido de una madre común, desde un árbol africano, para, cual un fractal, otorgar ricos matices a la manera de expresarnos, de celebrar, de ritualizar las esperanzas, de crear, Nos encadena una genética ancestral en la que se escribe el libro común de una biografía que hemos calificado como racional y que en sus apéndices nos unirá al resto del universo. Somos polvo de estrellas.
Las grandes ciudades y las pequeñas aldeas, los lugares con hermosos topónimos o los no lugares que nos rodean presuponen un hermoso hábitat en un planeta azul, ribeteado de blancos variables, que respira en verde y que se entusiasma con sus rojos atardeceres, que se ilumina y se asombra para acunar a la naturaleza con su vida. He ahí el gran milagro, ese que se explica en sí mismo y que podemos disfrutar con solo abrir los ojos. ¿Por qué lo estamos destruyendo?
Volvamos al inicio. “(...) Cuando la tierra respondía como una caja de resonancia, con un ruido fértil y profundo, y el mundo cantaba en torno a ti, en todas las dimensiones, por encima y por debajo, ésa era la lluvia. Era como volver al mar cuando has estado mucho tiempo lejos de él, como el abrazo de un amante (...) (...) Cuando se hubieron acostumbrado a la idea de la poesía, me pedían: Habla otra vez. Habla como lluvia. Por qué sentían que el verso era como la lluvia es algo que no sé. Quizá sea una expresión de aplauso, porque en África la lluvia siempre es deseada y bienvenida.” Karen Blixen (1885-ibídem, 7 de septiembre de 1962) fue una escritora danesa, que encontró en el continente negro el resumen de la eternidad y del infinito: es la poesía.
Quizás no habría que haber descendido de los árboles, pero entonces no hallaríamos Venecia ni Compostela ni Benarés y entonces sentiríamos la nostalgia de habernos perdido a nosotros mismos.
Alberto Barciela
Periodista