El mensaje de las nubes

Todas las señales se agotan. Los humos, lejos de convertirse en señales poéticas, en avisos de las tribus de sabios reflexivos, contaminan las nubes de las que no cae agua, siquiera para refrescar levemente las conciencias. La tierra de los campos se reseca, se torna como inerte, adquiere un amarillo macilento, postergado ya a la memoria de los mayores el verde que los poetas inspirados querían solo verde.

Todas las señales se agotan. Los humos, lejos de convertirse en señales poéticas, en avisos de las tribus de sabios reflexivos, contaminan las nubes de las que no cae agua, siquiera para refrescar levemente las conciencias. La tierra de los campos se reseca, se torna como inerte, adquiere un amarillo macilento, postergado ya a la memoria de los mayores el verde que los poetas inspirados querían solo verde.

El agua simbolizó en nuestra cultura el perdón original, posibilitó bendecir nuestras ilusiones espirituales, o basar los remedios con los que limpiar las heridas surgidas tras nadar entre los naufragios propios de los desentendimientos, de las guerras, de las islas de soledad...

La humanidad, como una secta alucinada, parece querer suicidarse, precipitarse desde los propios acantilados de sus insensibilidades, tan altos como esa ambición más que aparente de elegir despeñarse sobre la sal del mar, de la que es más que posible que haya surgido la misma vida.

En la mezcla de las aguas, de las dulce y las saladas, en las llevadas y traídas, en las que son río y en las que se amplían oceánicamente, en las encalmadas de los lagos, en las caídas y en las arroyadas, en las borrascas y en las calmas, en las turbias y en las claras, en las tropicales y en las congeladas, en las evidentes y en las ocultas por millones de años, quizás en el bullir de cualquiera de ellas se encuentre la explicación de cuanto somos, el sabor y quizás la gracia de la confusión que hicieron posible el balneario mundo y, en él, las expectativas, la diversión, la felicidad momentánea de la contemplación, la contradicción, las estelas de aquellos cascarones de madera que nos permitieron comerciar, o regar para poder cultivar y asentar aldeas, que fueron pueblos y ciudades, y alcanzar así la civilización desde la orilla de los cauces fluviales. El agua simbolizó en nuestra cultura el perdón original, posibilitó bendecir nuestras ilusiones espirituales, o basar los remedios con los que limpiar las heridas surgidas tras nadar entre los naufragios propios de los desentendimientos, de las guerras, de las islas de soledad, tras enviar mensajes de presunción y conquista en botellas llenas por la ilusión de los unos y la envidia de los otros; del agua que supuso alcanzar orillas de higiene e, incluso, inspiración artística. Impresiona pensarlo.

La humanidad, como una secta alucinada, parece querer suicidarse, precipitarse desde los propios acantilados de sus insensibilidades...

Nos diluimos en seco. En un momento, si alguien sobrevive, se pondrá colorado al concluir que hemos sido los responsables de las llamas que incendiaron la naturaleza, del basurero en que convertimos un hermoso planeta azul, de la escombrera de tantos aparentes bienes de consumo plastificados, y todo ello tras enmarañarnos en estériles avisos emitidos en redes de inconsciencias manipuladas, tras querer ser notorios como los mitos, o elevarnos a dioses creados en la desesperanza de la negación del otro, en las envidias o desde el orgullo, o por el ego de ser más que nadie, en la inconsciencia real de todos esos males que las religiones, las mismas que ideamos para salvarnos, nos advirtieron que eran pecado mortal, el mismo que nos niega el único paraíso tangible, el que habitamos, el que navegamos.

La naturaleza es el único bien común y no lo administramos con cordura. Estamos a tiempo de recolocar algunos activos en la balanza de un equilibrio demasiado inestable ya para no actuar con urgencia. Hemos de ser justos en las decisiones, en sus alcances, en su peso, en su medida, en su solidario entendimiento, en lo que ha de estar por encima de geografías, de ideologías, de debates. El momento es iluminado con una luz roja en el camino de la desertización, bajo temperaturas extremas o lluvias torrenciales, o fenómenos similares del que ya no son testigos miles de especies extinguidas, tampoco millones de seres humanos. Estamos en mitad de un tornado que sabemos predecir y que deberíamos saber esquivar con los mínimos daños colaterales.

La naturaleza es el único bien común y no lo administramos con cordura. Estamos a tiempo de recolocar algunos activos en la balanza de un equilibrio demasiado inestable ya para no actuar con urgencia. 

Despeñarse desde las Cumbres de la Tierra, mantener tribunas internacionales para reiterar lugares comunes contaminados por proclamas interesadas, especular con el clima como si se tratase de un valor de Bolsa, enredarse en intoxicaciones políticas o empresariales digitales, no cumplir los acuerdos de mínimos de protección medio ambiental, es tanto como negarse a respirar, como asomarse a un mirador de un paisaje que se extingue con nosotros como testigos participativos y víctimas no propiciatorias. Los alienígenas nos calificarán como los antropófagos irracionales extinguidos que destruyeron su hogar, un hermoso jardín botánico, verde de cerca, azul de lejos, un maravilloso punto luminoso al que llamaron tierra, en el que existieron lugares como Doñana o la selva amazónica, ríos y océanos, animales y plantas, un oasis en el universo, en el que las nubes, ahora en silencio, llegaron a transportar agua y mensajes. No vale envasar lágrimas, son saladas, hay que actuar y punto.

 

Alberto Barciela

Periodista