De jardines ajenos
En la continuidad de su ejemplo, uno lee a Bioy Casares y, entre hojas inspiradas, poda con delicadez la delicia de un título, “De jardines ajenos”.
En los libros brotan ideas, genialidades, aromas de reflexión, es como un juego de espejos ante un estanque en el que se reflejan las vidas, las nuestras las de los semejantes, también o la imposibilidad de los sueños deseados, de los anhelos. La escritura todo lo alcanza.
La memoria y la desmemoria son el gran juego de eternidad. El ser lee y olvida, vuelve a leer y entonces vuelve a contemplar, a pensar lo que ha de desmemoriar. Es hermoso el círculo de nadas, el redescubrimiento, la germinación del olvido, el hilvanar con una evocación mínima un relato o una idea. El agua retorna al río, que ya nunca será el mismo. La memoria retorna al libro que ya nunca será el que fue, en la relectura. Hay algo paralelo, quizás sean los universos, la eternidad o el vacío.
Una pequeña decisión, no siempre sencilla, permite alcanzar un mundo, uno específico, escogido entre las múltiples posibilidades de una biblioteca. Y en hojas encuadernadas, compendiadas con un cierto criterio, uno discierne sus propias y puntuales apetencias temáticas, estilísticas, temporales. Con su decisión, uno ejerce la libertad de escoger, de zambullirse en un paisaje compuesto con letras, con palabras, en párrafos más o menos largos, inspirados.
Uno ha de saber dejarse llevar por la cadencia de una narración, de una aventura. de una historia, de un drama, de una comedia o de un poema, bailar indefectiblemente al ritmo que el compositor, el autor, determina. En la melodía sinuosa de un estilo, en el discurrir significante que lo encamina por las rutas enigmáticas del amor, de la historia, de las batallas personales o bélicas, por una realidad evitada o creada de la nada. He ahí reproducido el milagro de la memoria, del análisis e, incluso, de la creación o del humor.
El arte de la lectura lenta, que es como cabe definir la filología, al entender de Nietzsche, permite alcanzar delicadas rosas -“no lo toques ya más, que así es la rosa”, se imponía Juan Ramón ante su ilimitado afán corrector-; o la dulzura de los pétalos de las amapolas -que en Cuba llaman “mar pacífico”-, que el viento de Mondoñedo portaba hasta la casa de don Álvaro Cunqueiro; o las hermosas buganvillas, a las que se nombró así, como a una isla de las Salomón, en honor a Louis Antoine de Bougainville, conde de Bougainville, militar, explorador, y navegante francés;
Los gallegos sabemos, como los japoneses, que la camelia anhela la perfección de la rosa, pero carece de tiempo para ser rosa y la supera en su delicadeza efímera de invierno, como sabe el polímita jardinero, artista, amigo, Cándido Pazos.
Bioy Casares, escribió “De jardines ajenos” como quien cultiva un “huerto de flores”, así se llamaron los jardines antes de que los franceses inventaran el término preciso para distinguirlos de los campos de hortalizas.
Bioy estuvo casado, en una relación abierta, con Silvina Ocampo. La familia Ocampo, según Victoria, fundadora de la revista “SUR”, desciende de un paje gallego de Isabel la Católica, uno de los primeros habitantes de la isla de Santo Domingo. El tatarabuelo de Victoria, Manuel José de Ocampo, abandonó Perú a fines del siglo XVIII. Estoy seguro de que le habría gustado conocer a Jorge Luis Borges, como a sus nietas.
Cuantos jarrones es posible llenar con las hojas de los libros. “No hay mejor nave que un libro para viajar lejos”, mantenía la poetisa Emily Dickinson. Cultivarse es florecer, es vivir en un mar de plenitud. “La eternidad es una de las raras virtudes de la literatura”, Bioy Casares lo sabía. Quizás se esconda en la biblioteca.
Alberto Barciela
Periodista