Cosas sencillas, mejores que la propia vida
Hay que reexaminar la vida con sus pesadas alforjas de injusticias, de violencias innecesarias, de desigualdades, de desprecios, de abusos, de desistimientos, pero también poner en valor sus muchos avances y hallazgos. Con la enfangada democracia, manoseada, desgastada, utilizada, pasa algo semejante.
Debemos ejercitar la razonabilidad. Hay que atravesar siglos de pensamientos con la inocencia de los cuentos, sabedores de la profundidad de las tradiciones, asumiendo memorias colectivas, mitos, sueños, realidades, conscientes de la evanescencia de cada instante, de la imposibilidad de retorno a lo pretérito, asumiendo las influencias de los pocos saberes confirmados y tratando de positivar imágenes propicias a la esperanza, sabedores de un destino inevitable.
La vida se hace lenta solo en las fotografías antiguas y en las expectativas. Fluye la corriente de acontecimientos, no siempre significativos, menos ideales. Hay que tener cuidado con los remolinos, nadar y cuidar la ropa. Desde el balcón-refugio el observador atento se ve condicionado absorto de abundancias, proclives a las ambiciones, a los consumismos desaforados. Todo es mucho y es nada. De pronto la riada se detiene en un detalle ínfimo: unos ojos cómplices, una caricia inesperada, un objeto hermoso, una obra de arte, una palabra.... La vida adquiere entonces matizadas apreciaciones. Todo lo que tiene importancia esencial es poco: comer, comunicarse, higiene, salud... pero hay destellos.
Permanecer exige ser valientes, saber coexistir con turbaciones, ir aprendiendo a alternar con inevitables irresoluciones, nerviosismos y disgustos, asumir pequeñas delicias circunstanciales.
Vivimos avecindados en el fin del mundo, que se presiente en la soledad de la masa, en la impenetrabilidad de lo inasumible: cambio climático, desigualdad, guerras, hambrunas, pensamiento único... Todo sucede con rapidez, como en una disección perfecta de los tiempos, casi equiparable a la de ansiedades adicionadas: exceso de información y desinformación, verdades construidas, dictadura de consumos compulsivos, soledades colectivas, desimplicación, capitalismo salvaje, irrupción de fondos desalmados, exposición y manejo de datos íntimos por ordenadores... conflictos en apariencia lejanos que invaden la intimidad... Un puzle de cosas que se sobreponen a otras irresueltas, arrastradas, desenvueltas, acumuladas como en una suerte de síndrome de Diógenes. Estos lodos vienen de aguas antiguas, se han remansado hasta hallar su fondo, pero volverán a ser arcilla y será posible moldear delicadas y hermosas cerámicas, que volverán a adornar nuestras vidas, a desportillarse, a restaurarse con la técnica del kintsugi (en japonés carpintería de oro), a deshacerse... es el ciclo de la evolución, una metáfora de logros y pérdidas.
La vida discurre por el estrecho margen de las circunstancias, de lo casual. La oportunidad se puede provocar con limitaciones, previendo que pueda ocurrir algo imprevisible que varíe todos los planes, incluso los mejor concebidos, que altere las concepciones, que destruya los prejuicios. Hay que dejar margen a la sorpresa, predisponerse a las mejoras y a los empeoramientos. Portar una sombrilla que pueda convertirse en paraguas, cerrarse de forma inmediata o utilizarse como arma contra las eventualidades.
Toda inteligencia, aún en sus mínimos atisbos, debería enfocarse hacia entendimientos o actitudes elementales: reconocerse, buscar en el interior de uno mismo las intuiciones o revelaciones, analizar la relación con las demás inteligencias, con las otras conciencias, con el mundo natural, determinar un marco de convivencia social y medioambiental, establecer mecanismos de supervivencia física suficientes, trasladar a los demás las experiencias propias, escuchar con respeto las ajenas... Hay que desrutinizar la existencia.
Solo nos queda confiar. En ocasiones, en la vida pasan cosas aparentemente mejores que la propia vida. El fango puede volverse arcilla, si lo entendemos así entonces sabremos cómo recomenzar, todos juntos. Esa es la magia.
Alberto Barciela
Periodista