Carlos Oroza, más allá de un poeta
Carlos Oroza fue un poeta. alcanzó cumbres a las que solo se arriba desde la plenitud de la inspiración y del canto. Fue un bardo que decía que las ciudadesse conocen con los pies. Él paseaba por Vigo su derrota - curioso sinónimo de rumbo, de camino, pero también de desestimiento, de fuga desordenada-. Las palabras juegan con ambigüedad con sus significados, “son raptadas” de sus intenciones expresivas, de las nacidas de una o varias etimologías, secuestradas como puedan serlo las musas por las mentes elevadas.
Carlos no cesó en su empeño de convertir el territorio en su estatura, se permitía descubrir el mundo con inocencia, con sus mareas o vaivenes. Vivía en un estado poético, emocional. No conocía otra ideología, ni otro pasaporte, ni otro limes. “Dejad que el trigo crezca en las fronteras”, cantó, consciente de que “lo cotidiano mata poco a poco, lentamente”, es suficiente como para limitarlo.
A quienes querían escucharlo, les decía que “la poesía es hacer un ejercicio espiritual, es contemplar y darle alma a lo contemplado y cuidar más el ser que llevamos dentro, y hablar con nosotros mismos, contemplar, andar con calma.”. “Los árboles a mi me parecen la estatura ideal del suelo”, lo proclamaba quien consideraba que “todos los ojos abiertos son iguales” o que “la inteligencia es una profunda y eventual tristeza.” Quizás esa sea la razón de sus viajes interminables a pie, buscando la introspección de un monje pagano, el silencio abstraído en plena ciudad, quien sabía como pocos sentirse acompañado sin nadie y digerir sus inconfesadas tribulaciones. “Parece como si yo y yo fuésemos dos personas que se persiguen mutuamente. Es en la evasión donde está el sentido de mi propia seguridad”, clamó en uno de sus maravillosos recitales.
A Rogelio Garrido, en un documento hoy impagable, le confesó que “el poeta nace cuando le sorprende la primera palabra. El problema es saber escucharla. Yo construyo mis versos a través del otro yo, el yo interior. De repente, cuando surge la primera palabra, yo me recluyo en un espacio donde no exista nada que me entretenga. Y me quedo quieto, y espero a que suene la voz, que es la otredad. El poema se construye como si fuese una sinfonía, no con rima sino con ritmo interno. Porque la palabra tiene un ritmo interior; la rima es una cosa escolástica.” “El poeta -le trasladó a Rogelio- tiene una mirada distinta... Completamente. A veces te quedas alelado ante cosas que no ven los otros: un árbol, la marcha de un río, una perspectiva donde tu mirada alcanza mayor longitud... Ahí está el poeta, en la codicia de lo lejano. Cuando se es poeta de verdad, se es todas las cosas. El poeta organiza el caos, da sentido al absurdo de la existencia.”
Carlos Oroza subsistió con su melancolía portátil, deambulante, callejera, fue un portador de inspiraciones y de invenciones, un conocedor de que un sentimiento es puro arte, literatura de humanidad, con seguridad dispuesta a ser incomprendida por ser abstracción pura. Quizás él, natural de Vivero, representó un ser errado y errante que no tenía miedo a equivocarse ni necesidad de llegar a ningún lugar que no fuese un verso. “Me contradigo porque contengo multitudes”.
El gran Manuel Vicent dijo de Oroza que “tenía el orgullo de su hambre y presumía de vivir de su propia austeridad. Flaco como un sarmiento, cetrino, ahumado de nicotina por dentro y por fuera, tenía la displicencia de un iberismo irredento.” Pere Gimferrer dijo de Oroza que “es un caso único, la presencia más precisa e imprecisa a la vez, de la poesía española y pocos tienen tanto derecho a ser llamados maestros.” Oroza que casi fue un personaje de Francisco Umbral, ahora pasea el parnaso con la seguridad de ser eterno.
Como bien ha recordado en alguna ocasión Antón Patiño, “cuando el idioma no le llegaba inventaba palabras. Existen muchos prodigiosos neologismos en sus obras: “azúlida”, “cópul”, “americando”, “évame”, “europamos”, “ómnima”. Y lo decía de quien confesó no dominar el diccionario: “me repugna. Así que cuando me falla una palabra, la invento. La clave es que esa palabra permanezca, que sea acogida como una aportación a un lenguaje, pero no de forma caprichosa; debo encontrar una pieza que encaje en el puzzle”.
Como Giacometti, Brancusi, Lorca y Whitman, a Carlos le gustaba Hölderlin, del que decía que era la inocencia, y lo citaba: “la poesía es un juego peligroso por su carga de fatalidad.”
Él propio Carlos era el mejor testimonio de lo dicho.
Oroza publicó títulos como Eléncar (1974), Cabalum (1980), Una porción de tierra gris del norte (1996), En el norte hay un mar más alto que el cielo (1997) y Évame (2012). Fue Premio Beat y Premio Internacional de Poesía UnderGround; vivió en Estados Unidos, Madrid, Ibiza, O Courel y Vigo.
Ahora, la Asociación Évame Oroza se presenta en sociedad en la ciudad en la que el poeta buscó la luz, no el sol. Todos nos sentimos iluminados, abrazados, menos solos.
Alberto Barciela
Periodista