Viajes de papel

Grupo escultórico de escritores lusos en el Jardín de los Poetas, en Oeiras, Portugal.

A Álvaro Cunqueiro y a Josep Pla hay que situarlos en su inmensidad, acomodados en un autobús antiguo, de los de baca, con asientos de pasillo supletorios. Un transporte de lentitud casi vaga, atestado de historias individualizables. Hay que imaginárselos charlando serenamente, mientras toman notas de lo que alcanzan, de las expresiones que se caen como en estropicio, entre traqueteos, en el pasar de frases y ocurrencias, como distraídos,

            Si a pesar de la compañía uno se distrae por un instante del paisaje inmenso de las ventanillas, casi absorbente, y se fija en los paisanos, se percatará de que la vida se protagoniza en el interior del rodante. Entonces el creador se recrea en la creación misma, desenvolviendo como de estraza el rol de cada papel protagonista. La vida se conlleva entre bultos, maletas, historias e intenciones inimaginables si uno no las contempla. Y, más tarde, todo se evoca, se cuenta, se narra cómo si se oliesen manzanas sin quitarse la boina, recurriendo al magín y mezclando alborotos y evidencias de ómnibus sin paradas.

            A Francisco Umbral y a Cela hay que esbozarlos juntos, en un taxi madrileño con choferesa negra y galante, entreverando el mundo de palabras con seso y con sexo -encelados umbranianamente-. Acudiendo al entierro de un académico, que no podría ser cualquiera por definición de clase, de rango, de vicios y hasta de esquela. Lo harían para hablar de sus libros consigo mismos, mientras compiten en cuescos de significaciones frutales de temporada, nada triviales.

            A Gabriel García Márquez y a Vargas Llosa hay que embaucarlos en un recorrido lento de ribera, en un tren platanero, encuestado, de aromas caribeños, tropezando con tropicales cuentos de dictadores, de carnes jóvenes y sudores viejos. Todo en un martes de lluvias o en jueves mineral y mugriento, camino del Inca. La discusión interminable rozaría amistades entreveradas de disgustos, de disputas propias de lupanares entreabiertos, de riberas enfrentadas entre torrenciales terraplenes. Y de todo el desbordante saber de quienes siempre supieron que se sabían para vivir desábridos de comunes circunstancias inmerecidas.

            A Borges hay que abrazarlo a un joven Alberto Manguel, en un paseo de aires buenos, asombrados. Los ojos del ciego hablan de introspección, la sugieren y no la lamentan. Ambos saben que el abismo es conocerse a uno mismo, leerse en otros, escribir para los demás. El recorrido reclama sosiego de bibliotecarios y algo de admiración cedida. Han de entenderse en cada bifurcación y en todo cuento.

            A las grandes damas de la literatura hay que confiarlas, aparentemente solas, en sus aventuras, quizás en la merecida primera clase de un avión transoceánico. Reclaman discreción y amplitud de horizontes. Nélida Piñón dialoga por teléfono con la profesora Karla, lo hacen con intimidad relajada, en un protocolo abierto de profundo respeto desde el que ha de nacer el apunte exacto, la adjetivación única, el canto de la sibila y, al fondo, el guau de los perros adorados. Ya se encontrarán en A Lagoa o en Borela. La casa, la palabra, el orbe y el orden han de permanecer mientras la escritora teje.

            Todos han sabido emprender su viaje y saben, con Homero, que “al final llegas a Ítaca y ¿qué vas a descubrir? Que la verdadera Ítaca era el viaje”. Cada libro es un destino recurrente y maravilloso dondequiera que uno se encuentre. Quizás en medio de una pandemia. Vale.

Alberto Barciela

Periodista