Nélida Piñón, una española universal
Nélida Piñón alcanzó la gloria cierta de ser reconocida en vida por su obra, por su cultura, por su palabra, por su oralidad, por su escrita, por su maestría, por su compromisos, por su actitud hacia el otro y por el valor de retar a su ahora con algo más que un trascender condescendiente. Sus méritos son notabilísimos y entre sus premios se incluyen el Príncipe de Asturias de las Letras, o el de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo o el Premio Internacional Menéndez Pelayo.
Digo cuanto digo, porque es evidente que algunos acaban todavía de descubrir a doña Emilia Pardo Bazán, como quien levantara una losa de silencio inculto, desabrida de lecturas incongruentes, dentellada de enseñanzas mínimas, insuficientes, de paso de cursos sin historia, sin filosofía, sin clásicas, sin aprobados. Solo entre las ilustres gallegas, permanecen semiocultas, en este aún que no es ahora, Egeria, Concepción Arenal, en buena parte Rosalía de Castro, Sofía Casanova, María Casares. Es el mismo horizonte que durante tantos años enterró a la Zendal, a María Pita -antes de ser Plaza-, a la Bella Otero. El género, sexual sí, ha sido con sus discriminaciones maltratadoras una tradición de hipocresías, de insolencias provocadas, de sepultureros de casta y puro compromiso con la necedad negacionista de las féminas.
Nélida, autora reciente de “Un día llegaré a Sagres”, novela editada por Alfaguara, pertenece a las grandes estirpes genéticas y adquiridas, las que le unen a sus ancestros y a cuantos seres se le han ido agregando de tanto vagar por el mundo. Es griega, romana, gallega, lusitana, brasileña, americana, europeo y su palabra -su viaje homérico- se esencia de culturas únicas, que conoce o estudia- en las inmensidades de una aproximación que la renuevan como emigrante perpetua, la elevan a Sherezade o le permiten imaginarse de forma trasgenérica. Es universal, hija de Río de Janeiro, nieta de Borela, en Cotobade-Pontevedra-Galicia y, por lo mismo, una niña de aldea. Su imaginario es rico y único.
He quedado virtualmente con Nélida en Sagres. Ella lo ha puesto ese lugar portugués en la geografía de la república de las letras, como un sueño. Ahí nos encontramos entre hojas de caer lento, reposado, ofuscadas de marrón sonrojado de otoño tardío, literario ya en este invierno universal, pandémico, necesitado de huidas de salón, de horas de lectura, de desmiedos.
Nélida se reconoce en Cervantes, en el autor, y también en el Instituto Cervantes, en una caja fuerte. Al que acaba de hacer un legado secreto y amigable -gracias he de darle por incluirme-, y otro público, su biblioteca. La eternidad tiene palabras, se hace con ellas, ocupa el territorio de lo inasible, el que crean los poetas y las novelistas. El que nos encuentra para siempre tras la llave secreta de los afectos.
Ellas y yo, en nuestra amistad conmovida, seguiremos juntos hasta el final, con Carmen Balcells, con tantos otros. Es algo que me conmueve, pues justifica el reflejo en el otro, en el ser referencial, en el ejercicio de la otredad que Nélida, una española brasileira universal, me enseñó como un presente de felicidad. Vale.
Alberto Barciela
Periodista