El sufrimiento indiferente
El dolor, el sufrimiento, la muerte, nunca son indiferentes. No pueden serlo ni en una calle transitada de Paris, ni en una favela, ni en un cayuco.
Un ser desasistido es el reflejo de una sociedad fallida, en lo emocional primero, si se quiere, pero en el propio entendimiento de lo que ha de ser una actitud humana, racional, inteligente, de lo que debe ser el sentido de la vida, el común claro, del entendimiento de uno como individuo y del que da sentido al ser: participar con el otro de lo otro, vivir en colectividad. Un ser humano tirado en una calle, un hombre o mujer, anciano o niño, que sufre, en este caso sobre el suelo, ante el pasar desatento de los demás, desmorona todos los teóricos avances civilizatorios, presupone la caída del imperio de lo humano. Y me da igual si ha ocurrido por miedo, por descuido o por indiferencia. No hay justificación posible ni ante esta circunstancia, derivada de una caída, ni ante la de los miles de desasistidos que pueblan las calles del mundo, los campos de refugiados o los cadáveres de los mismos que desaparecen en el mar o varan en las playas. En cada uno de ellos fracasamos todos.
La muerte de un ser relevante por su admirable trabajo como fotógrafo de flamenco atiere las entrañas del más insensible. Es el exacto retrato de una sociedad apresurada y descarnada en la que cada uno parece ir a lo suyo, sin tan siquiera fijarse en dónde pisa. Da igual el nombre, la condición, la circunstancia del débil, del sufriente, nos hemos de quedar con la reflexión que presupone esa instantánea, al menos con la responsabilidad colectiva de que debemos avanzar fuera de las tinieblas que supone eludir lo que debería resultar inobviable.
Recordé enseguida que hace unos veinte años viví una escena similar. Estaba representando a la CRTVG en un congreso de programas culturales que se celebraba durante varios días en el primer piso de la Torre Eiffel, que por cierto ganó el Xabarín Club de Suso Iglesias. Fueron varias jornadas de intensas proyecciones y debates. Un día también frío, tras varias horas de trabajo, en un descanso, bajé a airearme. En ese momento, una anciana se desplomó a mi lado. Entre los miles de personas que visitaban el monumento, ciudadanos de lo más heterogéneo -locales, turistas, asiáticos, americanos y europeos, jóvenes, adultos, mujeres o niños, etc.- solo yo auxilié a la dama. Lo hice instintivamente. Por fortuna, resultó ser un simple desvanecimiento. La mujer había acudido por primera vez a conocer el monumento invitada por su nieta, para celebrar que aquel mismo día cumplía sus ochenta años. Todo se produjo bajo un símbolo del progreso humano. La señora sufrió un leve desfallecimiento al mirar hacia la inmensidad de la muy iluminada torre. Literalmente cayó deslumbrada. Tras unos breves minutos, su nieta regresó de la taquilla, a la que había acudido a recoger los pertinentes billetes de acceso y se hizo cargo de la anciana. Tras acompañarlas al ascensor, pensé, como he relatado en algunas ocasiones a mis amigos, en que algo iba mal en la sociedad. Sin excepción, todos mis contertulios me advirtieron del lío en que habría podido meter si la mujer hubiese fallecido. Mi contestación ha sido siempre la misma: “mi conciencia no habría podido resistir el no atenderla”. Dos décadas después, pienso exactamente igual: ¿de qué nos sirve vivir si no somos humanos, sino nos comportamos como tales?
El sufrimiento durante horas sobre una acera de la capital de la luz de un reputado artista de la fotografía como René Robert no puede resultar inútil. Tiene que pervivir como una alerta, como una instantánea, como un aldabonazo a las sensibilidades, al sentido de una vida apresurada y consumista, llena de cosas pero plena de soledades en mitad de un mundo que se dice global, que permanece como idiotizado ante las pantallas y los escaparates, pasmado ante verdades construidas, ansioso de no se sabe muy bien qué y despreocupado de una cultura real de convivencia. Esta vez con su muerte, René nos ha retratado a casi todos. Una imagen, terrible, vale más que mil palabras.
Alberto Barciela
Periodista