¿Demócratas de granja?
Lo esencial se solapa con ruido, con enredos virtuales y demasiadas notoriedades sin mérito. Se distrae a los distraídos, se trabaja a una parte de la ciudadanía con métodos impropios. Se cuenta el número, no se evalúan la calidad, los valores, la experiencia, el compromiso social, la transparencia, el talento o siquiera la legalidad constitucional.
Algunos políticos transitan sus propias insuficiencias, disimuladas entre las de la muchedumbre agazapada, refugiada en la democracia aparente de las desigualdades -sociales, económicas, de género, pero sobre todo de formación-, como en un amplio vagar disfuncional indeseado, casi de rebaño -término muy de moda-.
Las listas de candidatos son cerradas, faltas de la libertad que el ciudadano responsable e informado desearía. La financiación de los partidos políticos no es lo transparente que se desearía. La separación de poderes no se respeta. La economía privada se ve atrapada por subvenciones públicas. El menos malo de los sistemas adolece sistemáticamente de sus propias inercias, vicios, adscripciones y pasiones, más propias de clubs y apasionados forofos deportivos que de personas civilizadas, dispuestas a convivir en libertad y a respetar al que piense distinto.
Mientras lo ostenta, nadie suele discutir el procedimiento que le llevó al poder. Sería tanto como pedirle a los funcionarios que acaben con la burocracia. Estos comportamientos autárquicos se consolidan por los radicales, de izquierdas a derechas, cuando arriban a los palacios parlamentarios. Sus actitudes suponen soberbia y falta de generosidad, un nulo compromiso con el Estado y con sus instituciones. Un manejo burdo.
Cuando gobiernan, los constitucionalistas, los unos y los otros, se enrocan y no llegan a negociaciones eficientes tras discutir pormenores, a pactos, a unanimidades, al consenso necesario para cambiar las leyes esenciales, la Electoral por ejemplo o para respetar la separación de poderes o para arreglar lo que los tiempos demandan o para exigir el cumplimiento exacto de los programas sometidos en campaña al escrutinio público o para asegurar sistemas de control sobre los dineros pagados en impuestos.
Hay excepciones, las mismas que confirman la regla.
Como excusa para todo, el político recurre a un dato definitivo: el número de votos obtenidos de ciudadanos teóricamente libres para ejercerlos. Lo hace con la inercia con la que los académicos de la RAE recurren al uso como justificación de una palabra y, por ejemplo, edición tras edición, mantienen en el diccionario acepciones como “pegujal de segundogénito” para “cabal”, como si en las calles de Huesca siguiesen utilizando esos términos para referirse a una pequeña porción de terreno que el dueño de una finca agrícola cede al guarda o al encargado para que la cultive por su cuenta como parte de su remuneración anual. Los usos caen en desuso y los votos se ejercen con condicionamientos que les restan libertad a los votantes para controlar a los votados. Con prudencia y unidad de criterios, las democracias han de ajustarse a los tiempos antes de que los tiempos ajusticien a las democracias.
Todo semeja medieval, de la política al estilo de ciertas relajaciones de los que han de fijar, limpiar y dar esplendor a nuestro idioma. E intuyo que muchos son conscientes de lo que hacen y de por qué lo hacen, de por qué vagan entre vanas vanaglorias y privilegios ciertos, de por qué aspiran a manejar dineros públicos, a cabalgar indiscriminadamente en coches oficiales y a aparecer retratados en la pared de una institución, aunque el pincel corresponda a un mal o a buen pintor amigo, o no sepan nada de Historia, de arte o de política, carezcan de sentido común, de palabra o hagan de la negación del contrario su único eje estratégico.
En pleno franquismo, en vísperas de la transición, un cliente intransigente peroraba en el Restaurante Alameda de Santiago de Compostela una serie de sin sentidos sobre la democracia. Enrique Suárez Noche, el propietario del establecimiento y moderador de la tertulia que allí se celebraba, atajó la contestación y la consiguiente polémica de sus acompañantes: “Este es un demócrata de granja”. Lejos de desaparecer, semeja que con los años el número de adocenados ha crecido como una marea y que los quiquiriquí de las redes solo despiertan anhelos destructivos, antisistémicos.
El uso y el abuso, la manipulación o la censura no los justifican ni los votos ni las opiniones desaforadas sobre la calidad democrática, pero todos hemos de ser conscientes de que tampoco callar o amoldarse es suficiente, hacen falta líderes con talento y sentido cívico, dispuestos a respetar una legalidad constitucional y a alcanzar consensos sensatos dentro de la legalidad y el respeto a quien opine de forma contraria. Los hay.
Hay que imitar a los que hicieron de este país un lugar moderno y democrático, capaz de entender a los discrepantes, incluso de admitir a políticos de medio pelo que la cuestionan a ella y al sistema democrático del 78. Lo cabal es recomponer las actitudes desde la serenidad y el diálogo, desde la Constitución y el respeto a las instituciones del Estado, empezando su Jefe. Esa será la fórmula para hacer, si es precisa, una segunda Transición, que tendría que contribuir a hacer mejor a España desde sí misma.
Si hay algo que cambiar, cambiémoslo, pero entre todos.
Alberto Barciela
Periodista