Salvaterra: La Pasión de Cristo cobra vida en su recinto amurallado

Alejandro Hernández en el papel de Jesucristo en el Vía Crucis viviente de Salvaterra de Miño.
El Via Crucis viviente de Salvaterra emociona al público recreando la Pasión de Cristo en el recinto amurallado, gracias a la fe y dedicación de 80 vecinos y la narración que guía la experiencia entre fervor y turismo. La representación destaca por la caracterización de personajes como Poncio Pilato y la emotiva interpretación de Jesús, culminando en la crucifixión y el descendimiento, todo ello glosado por un sacerdote para la reflexión personal.

El Via Crucis viviente de Salvaterra emociona al espectador ante la injusta muerte del Salvador a manos de los judíos, con la complicidad de los romanos. El marco incomparable del recinto amurallado de Salvaterra acentúa, si cabe, este revivir de la pasión de Nuestro Señor a través de una recreación llevada a cabo por 80 personas aficionadas pero decididas, cuya fe las impulsa a preparar esta representación. Cuentan con la importante colaboración de la costurera Lina, encargada del vestuario, y de Ana Durán en el control del sonido.

La narradora, María Vázquez, adelanta los acontecimientos y la manera de vivir esta representación ante un público expectante, dividido entre el fervor religioso y la contemplación turística.

La hipocresía y el cinismo de Poncio Pilato (Paco) en un juicio que no lo es, porque la sentencia está dictada de antemano, no dejan de sorprender, aunque hayan pasado 20 siglos. El ajusticiamiento de Jesús —aunque Poncio Pilato diga que no encuentra culpa en él— sigue apelando al sentido de injusticia del hombre de hoy. En medio, el pueblo que acalla la voz valiente de Déborah (Vanesa Piñeira), quien defiende a Jesús y reconoce el bien que hizo entre la gente y el agradecimiento que merecía, da pánico. Un grupo de figurantes clama aquello de “caiga su sangre sobre nosotros…” y pide su crucifixión, amenazando con que, si Pilato no permite la condena máxima, no es amigo del César. Todo ayuda al espectador, como ese escenario improvisado de la entrada a la Casa do Conde, sus escalinatas, e incluso el tenue sol de abril que baña toda la escena.

Duelen a los espectadores los golpes de los latigazos que el sonido ambiente amplifica sobre el cuerpo de Nuestro Señor, al que poco tiempo después sacan medio desnudo para llevar la cruz camino del Calvario. El actor, Alejandro Hernández, lo interpreta muy bien.

Le cargan la cruz y sale camino de la puerta de la Oliveira, con el río Miño y Monção como fondo del paisaje lateral. Antes, la primera caída del Hombre-Dios en el recinto amurallado y los latigazos para que se levante. También, antes de traspasar la puerta de la muralla, tiene lugar el encuentro con su madre María (Cecilia) y el apóstol más joven, Juan (Alex), y su acompañante, con la súplica a los romanos para que la madre de Dios pueda acercarse a consolar a su hijo. Y sí, hay compasión y el romano accede.

Antes, en este piadoso ejercicio del Vía Crucis, el padre Rudi López, un guatemalteco, glosa estas escenas vividas para interiorizarlas y dispone al público a sacar consecuencias de lo visto para su propia vida. Dos o tres veces más lo hará el sacerdote a lo largo del recorrido, ayudado de una megafonía con distinta fortuna para llegar a los espectadores.

En la bajada de la rúa de la Oliveira, aparece la figura de Simón de Cirene (Ángel), obligado por los soldados a acercarse y ayudar a llevar la Cruz a Cristo, tras recitar unos versos antes de ayudarle con el símbolo de la tortura.

A mitad de la bajada de la Oliveira, otro momento significativo: Verónica (Mary) consigue limpiar con su velo el rostro de Nuestro Señor, con un monólogo previo que da todo el sentido a su gesto. Un alivio menor entre tanto sufrimiento, pero que el Hijo de Dios premia imprimiendo en él su santa faz.

La segunda caída, a la altura de la Comisaría de la Policía Nacional de Salvaterra. Jesús, bajo el peso de la cruz, vuelve a caer, símbolo del peso de nuestros pecados. Y con él en tierra, el padre Rudi exhorta al público asistente a propósito de la situación de Jesús, invitándolos a reproducirla en su propia vida.

Ya al pie de la zona de las murallas, donde tendrá lugar la crucifixión, Cristo-Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén —una de ellas sale a su encuentro y lamenta su estado—, a las que dispensa aquellas palabras que las invitan a llorar por sus pecados, pues si esto ocurre, dice, “en el árbol verde, ¿en el seco qué se hará?”. En la carretera ya contempla esta y las siguientes escenas un numeroso grupo de gente que, para esta cuarta edición del Vía Crucis, no está mal.

El sol, providencialmente, brindó un día increíble para desarrollar esta recreación de la Pasión y Muerte del Señor. Ahora baña todo el marco escénico, las murallas milenarias y el verdor del césped en un lugar en pendiente a modo de colina. Solo el contraluz ciega los ojos de los curiosos que contemplan la escena desde la muralla. Algunos en un lugar que se había prohibido para el público, ya que deslucían el fondo para el audiovisual del evento. Además, ya se ven dos cruces levantadas y falta la de Cristo, de mayor tamaño.

Los soldados (Daniel, Rubén, Alejandro, Jorge, Luis y Diego) desnudan a Cristo y lo tienden sobre la cruz para clavarlo al madero, y otra vez el sonido ambiente amplifica el golpeteo de los martillazos. Aunque esto no lo ve bien el público que está en la carretera, al menos lo intuye, hasta que los romanos elevan la cruz y en ella al Hijo de Dios. Luego se producen las burlas de los judíos del Sanedrín: “Si es el Hijo de Dios, que baje de esa cruz”. La representación consigue cierta sensación de soledad del Hijo de Dios pendiendo sobre un madero, entre el cielo y la tierra. Al pie de la cruz, María con su acompañante y Juan.

Jesús, el hombre-Dios, pide vinagre y un soldado pincha la esponja en la lanza y se la acerca a la boca. Jesús pronuncia sus últimas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, e inclina la cabeza, señal de que acaba de producirse su muerte. Por megafonía se oye la tormenta que se desata, y la escena la completan con unas bombas que desprenden una especie de humo de distintos colores.

Pronto acude José de Arimatea para desclavar al Señor y ponerlo en el regazo de su madre. Es el descendimiento. Se sube a una escalera y coloca un paño alargado para descolgarlo. Entonces, se ve muy conseguido cómo va quitando los clavos, y el actor (Alejandro Hernández) deja caer primero un brazo y luego otro como si estuviera muerto. Lo sacan de escena en algo semejante a una camilla.

Finalmente, todo el cuadro de actores dirigidos por Vanesa Piñeira saluda al público, y más tarde se añaden los sacerdotes, con una ovación especial para don Sergio Gómez, así como para don Santiago Fernández Alarcón, nuevo párroco de Salvaterra, quien también en esto cogió el relevo de don Sergio.