viernes. 29.03.2024

En Portugal hubo y habrá siempre lugar para repensar y reposar la vida, para entenderla tal y como es, como aparenta ser y como resulta ser cuando no la comprendemos o cuando ansiamos disfrutarla. Hablo de un país reposado en la Historia que supo conquistar el mundo a través de los mares, casi en silencio, mientras aglutinaba saberes y culturas sobre su territorio, en un flujo de relación constante de diferentes civilizaciones durante los últimos 3.100 años. Tartessos, celtas, fenicios, cartagineses, griegos, romanos, germanos (suevos y visigodos), musulmanes, judíos y otros pueblos han dejado allí su huella. El resultado es un modo de ser y de estar genuino en todos lo sentidos, universal sin duda, magnífico.

            Portugal encontró su sitio en la Historia y lo expandió sin límites por los cinco continentes, con tanta audacia como vocación competitiva, fundamentalmente con España, a la que le unió una relación fraternal amorosa las más de las ocasiones, crítica en otras, estimulante siempre. Lo cierto es que es bueno tener alguien de confianza en quien referenciarse para mejorar desde uno mismo y asentar, como es el caso, una actitud germinal de un carácter ibérico creativo y ambicioso.

            El pueblo luso supo llegar y estar siempre en donde le correspondía, de Brasil a Macao, de Angola a Guinea, de Cabo Verde a Mozambique o a Timor, de Azores a Madeira. A partir de la Revolución más hermosa, la de los Claveles, surgió en un Portugal democrático la imperiosa necesidad de replegarse sobre sí mismo, de posarse sobre el balcón atlántico privilegiado para contemplar y disfrutar de la belleza paisajística casi inmaculada de dulces montañas y ríos lentos, de sus inmensidades oceánicas, de sus ciudades y pueblos monumentales, de su cultura, de sus suaves paisajes, de fabulosos vinos y de una gastronomía de producto natural único.

Estatua de Magallanes, en el municipio luso de Ponte da Barca.

            Es seguro que mi querencia denota una preferencia cierta por lo portugués, por los portugueses, por esa forma de entender el ser y la vida, por ese saber detenerse con una característica propia en un punto indeterminado de la geografía y del  tiempo en el que confluyen fado y saudade, un cierto clasismo culto y una convivencia natural con lo humilde, un quijotismo casi español y un entendimiento global que sitúa al país luso como uno de los destinos más atractivos, más receptivos, mejor anfitrión, siempre sorprendente, incluso en lo tradicional. El virus ha paralizado su disfrute, pero retornará la normalidad.

            A veces tengo la sensación de que Portugal es una barco firmemente anclado, una alternativa prudente ante un horizonte inseguro. Intuyo a sus habitantes como navegantes poetas, capaces de lanzar botellas con mensajes de esperanza a un mundo apresurado y contradictorio, incapaz de entender, como ellos comprenden, que es posible vivir con cierta serenidad, incluso en las tempestades pandémicas.

            En Portugal es legendaria la pasión del ser humano por la tierra,  madre adorada, por el mar, padre respetado, por los ríos, hijos amados. Es una suerte de vínculo profundo y solidario con la naturaleza. El resultado es una relación apasionada con el país, marcada por entusiasmos y desencuentros, por creencias atávicas y esfuerzos superadores, por inexplicables sinrazones y por generosidades ilimitadas. Nada distinto a los complejos de Helena y de Edipo, pero aquí, llevado al extremo, a la conjunción indestructible  entre el ser y la tierra.

            Hay algo característico de los lusos, respetuosos han sabido conservar como pocos el tenue hilo de lo propio y esencial, de forma destacada en ámbitos artísticos, en la música, la plástica, el cine, el teatro, pero también han mantenido su audacia en la ciencia y en la tecnología, en la industria o en el deporte.

            No es extraño que en ese encadenamiento de realidades hayan surgido referencias universales, como la epopeya de Luís de Camões, la poesía de Eugénio de Andrade, el realismo de Eça de Queirós, la originalidad de Pessoa, la profundidad de Eduardo Lourenço, la significación de Aquilino Ribeiro, la proximidad de Torga, el Saramago ideológico y noble. 

            No es extraño que de ese entendimiento esencial del hábitat, de la necesidad convivencial y mercantil y la preservación ambiental, hayan aflorado sensibilidades en la arquitectura o el urbanismo como Fernando Távora, Álvaro Siza y Eduardo Souto de Moura, que prefiguraron realidades magníficas como las de  Álvaro Andrade o el estudio FALA Atelier.

            No son extrañas surgencias de referencia en la cultura mundial como las Fundaciones Calouste Gulbenkian, Serralves o de la Ciencia y la Tecnología, el Centro Cultural de Belém o la Casa da Música.

            No es extraño que lo dicho lo representen nombres concretos como Madredeus, Mariza, Mísia, Mafalda Arnauth, Cristina Branco, Dulce Pontes, Salvador Sobral; Maria João Pires y todos los músicos eruditos; polifacéticos, pintores, escultores, intelectuales, críticos como Cristina Rodrígues o Manuel Patinha, o Manolo Bello en televisión o el periodista de respeto europeo Fernando Rodríguez Pereira; o gentes del deporte como Mourinho, Cristiano Ronaldo o el admirable Jorge Mendes.

            Permítanme poner un límite en las citas y en los nombres, pues como los rumbos serían interminables, crecientes, inmensos, trascendentes descriptores de delirios mansos, sueños conscientes, afanes de grandeza y torrenciales humildades, la reserva pudorosa y la exhibición exagerada,  esas dicotómicas actitudes entre la asunción de logros y el hallazgo, percepciones y estimas entre las que navega hoy un pueblo moderno, culto y europeísta. Entre los citados hallamos a algunos de los grandes conquistadores de la vanguardia lusa.

            Uno tiene la sensación de que Portugal es un país inacabado en su preconfiguración intuitiva, una expectación que nos mantiene alerta, cual gavieros. Quizás en la cualidad lusa siga pesando una cierta saudade de todo su pasado conquistador y colonial, melancolía quizás de la potencia mundial en que se convirtió durante los siglos XV y XVI,  y un cierto desasosiego, tan real como literario. Es una sensación extraña que va del universalismo a la endogamia, en la que todo queda plasmado en el gran relato del mundo y como detenido en mitad del camino, admirándose, con razón, de cada recodo, de todo momento, de cada hito. Vislumbrar es una característica bien hermosa y muy lusa.

            Al final uno entiende el tejer y el destejer histórico, el afán conquistador, el cosmopolitismo de Lisboa y de Oporto, o de Oporto y Lisboa, que tanto monta, y la serenidad de la aldea, la plenitud cultural y la admiración pasmada de lo simple, y esa preciosa metáfora por la que unos claveles no utilizados en un banquete sustituyeron a las balas, esas mismas flores que hacen que cada abril, con la primavera asentada, germine la necesidad de escribir sobre Portugal, un país que descubrió y construyó su propio mundo con grandes gentes de corazón humilde. Envexa.

Alberto Barciela

Periodista

Abril es Portugal