viernes. 29.03.2024

Le reencontré en sus poemas. Aquietado, inmenso en la sencillez pagana de la vida, en ese modo de contar tristezas sin estridencias plañideras, haciendo caso omiso de los rumores y de las nuevas. Le busqué y le hallé. En las palabras resucita un poeta, en ellas se entrega ya para siempre eterno el hálito de Joan Margarit. Por él sabemos que: “De la pobreza viene mi alegría.”

            El autor construye universos con palabras, los hace particulares e íntimos y luego los comparte. A Joan Margarit, según leo de sus allegados, las sonrisas le nacían de sus manos, de su bonhomía. Yo solo le conocí en su escrita.

            Margarit susurró la belleza de una verdad que dejó traslucir como luz, entre sus heridas. Convivió en una preclara armonía bilingüe, como una sola voz, sobria y esclarecida, y con ella indagó saber quién era. Y escribió, construyó, compuso sobre lo que de verdad importa: la vida, el pasar del tiempo, las huellas, la otredad y la posteridad hecha permanencia en la evocación del amor fraternal. Yo le encontré en una esquina, ahí mismo, en “Joana”, me acerqué a él con la prudencia considerada de quien se aproxima a un bardo herido, temeroso. Me cautivó su expresión directa, cruda, la sinceridad de un ser comprometido con experiencias profundas, dispuesto a proyectarse con prudencia, sin trampantojos ni equívocas notoriedades.

            “Te están echando en falta tantas cosas./ Así llenan los días /instantes hechos de esperar tus manos, / de echar de menos tus pequeñas manos, / que cogieron las mías tantas veces. / Hemos de acostumbramos a tu ausencia. / Ya ha pasado un verano sin tus ojos / y el mar también habrá de acostumbrarse. / Tu calle, aún durante mucho tiempo, / esperará, delante de tu puerta, / con paciencia, tus pasos. / No se cansará nunca de esperar: / nadie sabe esperar como una calle. / Y a mí me colma esta voluntad / de que me toques y de que me mires, / de que me digas qué hago con mi vida, / mientras los días van, con lluvia o cielo azul, / organizando ya la soledad”. Margarit llegó a mí con oportunidad, con vocación gemela, como marea con la que llenar un vacío. En su obra, descubrí como tantos otros, que ya no estaba solo. Al leerle, supe que aquellos a los que se ama de verdad nunca se pierden y que los demás también sufren escalofríos silentes que se pueden compartir con sutil delicadeza.

            La alegría nos la legó Margarit con su aparente humildad, desde la sencillez de saber aplaudir lo más natural, como el agua que discurre “extendiéndose por las acequias hechas con la azada”; de optar por la libertad de convivir en catalán y en español; de sabernos vislumbrar alerta sobre su “Animal del bosque” (Visor), el libro inédito de manantiales en los que volveremos a  saciarnos los seditabundos de misericordia, de referencias, de sinceridad, tan necesarias en estos tiempos de confusión y hastío.

            Seguiré encontrando a Margarit en sus poemas, sin necesidad de efemérides. Lo haré antes de que sus versos puedan evaporarse entre las abundancias y los ruidos.  “Vivimos a merced/ de lo que de nosotros ignorábamos”. La lección de un catedrático de Cálculo de Estructuras en la Escuela de Arquitectura de Barcelona se dibuja como un hallazgo que quiero compartir, ya para siempre. He aprendido la lección y sonrío sin estridencias.

Alberto Barciela

Periodista

Joan Margarit, la triste alegría de saberse